Seguir los pasos de un héroe como Federico Gravina , Teniente General del Mar y comandante de la flota franco-española en la batalla de Trafalgar , supone un trabajo arduo. Y es que, al ser herido, fue Antonio Escaño , su segundo, quien rubricó las desventuras vividas sobre la cubierta del Príncipe de Asturias , el colosal navío de 112 cañones. Pero sea por el parte ofrecido tras la contienda, sea por las reconstrucciones que han hecho historiadores de la talla de Cesáreo Fernández Duro o Eduardo Lon Romero (este último, en su magna 'Trafalgar: papeles de la campaña de 1805'), es fácil evocar el infierno que le supuso enfrentarse a una de las columnas de la Royal Navy aquel 22 de octubre. Para ser más concretos, la que encabezaba el almirante Cuthbert Collingwood contra el flanco izquierdo de la combinada. Aquella mañana, el Príncipe de Asturias se hallaba adscrito a la escuadra de observación. Lo que, según desvela Duro, significaba que se encargaba de «cubrir la cola de la formación». A eso de las ocho, el almirante Villeneuve –tildado por el brigadier Churruca de inepto («No conoce su obligación y nos compromete»)– ordenó virar por redondo . Decisión que, en la práctica, empezó a clavar el ataúd para la combinada al descoyuntar de arriba abajo la línea. Gravina solicitó permiso para mover sus buques de forma independiente y contrarrestar la que se avecinaba, pero obtuvo un no por respuesta. Poco después, Horatio Nelson , al frente de la Royal Navy, arengó a sus marinos: «Inglaterra espera que todos cumplan su deber». No tardó mucho en comprobarlo… Al mediodía, las dos columnas se lanzaron en perpendicular contra los franco-españoles, idea a la par arriesgada y efectiva. El objetivo era claro: penetrar por los amplios huecos dejados entre bajel y bajel y combatir en una ventaja de un sindiós contra uno. Les salió a pedir de boca. A las doce y cuarto rompió el fuego el Príncipe de Asturias ante la marabunta que se avecinaba. Su primer objetivo se dio de bruces contra él tras pasar por la proa del galo Aquiles . Otros dos intentaron hacer lo propio por la proa de Gravina, pero este, avispado, se acercó lo más que pudo al siguiente barco de la línea y les cortó el paso. Minimizó el desastre, pero eso no impidió que iniciaran un cañoneo sucesivo sobre su costado. Pum, pum, pum. Gravina combatió como un león; o como un toro bravo, si prefieren. Narra Lon que, cuando se disipó el humo de las primeras andanadas de cañón, «uno de los enemigos estaba desarbolado de los palos mayor y de trinquete» y otro «de la verga de velacho y el mastelero de gavia». Según narró el historiador decimonónico galo León Guérin en 'Histoire maritime de France', podemos suponer que aquel par de británicos eran el Defiance y el Revenge . Pero de poco le sirvió, pues sus huecos los ocuparon otros tres enemigos liderados por el portentoso Dreadnought , de tres puentes. Fue a las tres cuando este último provocó el caos en el Príncipe de Asturias. Se acercó tanto a él que disparó a quemarropa y produjo «severas averías y gran número de bajas». En palabras del galo Guérin, «el bizarro almirante Gravina recibió en el brazo izquierdo una bala de metralla», lo que le obligó a abandonar el puesto en pleno combate. El relevo lo tomó Escaño, aunque por poco tiempo, pues no tardó en ser herido también en la pierna. Algo que se especifica en el ' Elogio histórico a D. Antonio de Escaño ', publicado apenas dos años después de la contienda en Trafalgar: «Escaño, curado de primera intención, se hizo conducir a su puesto, en el que no pudo subsistir a causa de la pérdida de sangre, que lo debilitó». Al final, no obstante, pudo mantenerse en su puesto y resoplar de tranquilidad cuando, a punto de ser superado, vio llegar en su ayuda al San Justo y al Neptuno . Las últimas horas de Gravina y de Escaño fueron una verdadera pesadilla. Con su buque desarbolad, como una boya, y ante el triste panorama de la derrota, se vieron obligados a solicitar a la fragata Thermis que les remolcara de vuelta a Cádiz. Demasiados oficiales perdidos ya, que debieron pensar. Entre disparos y más disparos, el Príncipe de Asturias abandonó la lucha a las cinco y cuarto de la tarde con el apoyo del Rayo , el Montañés , el San Francisco de Asís y el Leandro . Al menos en principio, ya que los españoles no tardaron en enviar a una buena parte de ellos a socorrer al resto de bajeles que todavía se batían. El insignia castizo se escabulló, pero tuvo que lamentar 52 muertos y un centenar de heridos. Mal negocio. Tras la debacle empezaron los informes, la recogida de datos y el regreso de los navíos. Gravina, como oficial español al mando, recibió a una infinidad de capitanes que le explicaron cómo se habían desenvuelto en el combate. Y él mismo, a través de Escaño, se vio obligado a dar parte el 29 de octubre. Del extenso documento que presentó, cabe reseñar las líneas dedicadas al combate del Príncipe de Asturias. El oficial explicó que sus esfuerzos no habían «alcanzado a evitar una pérdida que sería considerable si no estuviéramos tan firmemente convencidos que nada nos quedó que hacer, y que, por consecuencia, se salvó el honor». Escaño desveló de forma pormenorizada lo que había ocurrido. «A las doce menos ocho de la mañana, un navío inglés de tres puentes, con su insignia al tope de trinquete, atravesó nuestra línea por el centro, sosteniéndole en su ejecución los navíos que venían por sus aguas; todos los demás cabezas de columnas de la escuadra enemiga practicaron lo mismo: una de ellas dobló nuestra retaguardia, cruzó otra tercera por entre el Aquiles y el San Ildefonso». Desde ese momento, insistió, «la acción se limitó a combates sangrientos particulares, a tiro de pistola la mayor parte de ellos, resultando como consecuencia necesaria algunos abordajes». Y hasta le dio un tirón de orejas a Villeneuve: «Esa es la ventaja que tiene el que ataca bajo un plan premeditado contra el que tiene que mandar por señales». En las jornadas siguientes, Gravina intentó cumplir con sus deberes. Sin embargo, la herida en el brazo empeoró. Narran las crónicas que los facultativos discutieron por activa y pasiva la posibilidad de amputarle el brazo para salvar su vida. No lo hicieron, pues consideraron que podría conservarlo. Por desgracia, se equivocaron. El marino vivió en su casa de Cádiz una temporada, hasta que dejó este mundo el 9 de marzo de 1806, poco después de haber recibido una carta del rey: «La reina y yo pensamos en ti. En la ocasión fuiste un héroe y ahora todos necesitamos de ti como amigo». Dos jornadas después, el Príncipe de la Paz informó de la triste noticia: «Muy señor mío: Penetrado del más justo y vivo dolor por la pérdida de un digno Jefe cuya amistad y fina correspondencia desde que comenzó hasta que concluyó su brillante carrera no me ha sido desmentida, debo participar a V. E. que antes de ayer, a las doce y media del día, falleció el Capitán General D. Federico Gravina, de resultas de sus gloriosas heridas, después de ciento y cuarenta días de padecer, dejando edificados y enternecidos a cuantos hemos sido testigos de su fervor y conformidad, desde que predijo su fallecimiento días antes que lo creyesen».