La manos se mueven con rapidez y precisión. Una clavija entra, otra sale. La luz se enciende y al otro lado alguien espera. «¿Qué población desea?», durante décadas esa fue la pregunta más repetida en las centralitas. Las telefonistas empleaban esta fórmula para iniciar las comunicaciones. Las normas eran exigentes, había que seguir un guion. «No podías decir lo que te daba la gana», explica María Luisa Areán, más conocida entre sus compañeras como «Luchy». Cada tono, cada respuesta y cada minuto contaban, y su labor no solo dependía de la destreza manual, sino de una corrección absoluta en el trato. La vigilancia era constante. En la sala había observadoras encargadas de supervisar su trabajo, escuchaban las llamadas y calificaban la labor de las empleadas.«Recuerdo una vez que un señor me pedía explicaciones de un tema que yo desconocía, insistió tanto que acabé por responderle: Pero hijo mío ¿usted qué?, madre mía que bronca me cayó», recuerda Marisa Méndez.