Hay días en los que la vida nos duele y días en los que nos pica ligeramente. Si para aplacar ese picor leve nos rascamos mucho, puede llegar a dolernos. El cuerpo conoce bien la diferencia, pues en la piel habitan terminaciones nerviosas especializadas en captación de distintos tipos de señal. Unas nos avisan de lo que amenaza con dañarnos. Otras, de lo que solo nos irrita de forma pasajera. El sistema nervioso envía cada uno de estos mensajes por vías separadas para que el cerebro no confunda lo que es un riesgo con lo que apenas es molestia. Y en la vida, aunque no dispongamos de cables ni fibras especializadas, la distinción funciona de forma semejante. El dolor es un mensajero urgente, casi brutal. Llega con la contundencia de lo innegociable: algo se ha roto, algo arde, algo no puede seguir así. Es la alarma con la que el organismo intenta salvar lo que aún no está dañado. El picor leve, en cambio, es la persistencia de lo pequeño, un murmullo inquieto que no anuncia catástrofe alguna, aunque tampoco permite del todo la paz. Para distinguirlos, tanto en el cuerpo como en el ánimo, hace falta una sensibilidad que a veces perdemos por culpa del ruido.