El caso de las andanzas de Leire Díez es un episodio revelador de una forma de ejercer el poder que se ha instalado en el PSOE y que combina negación sistemática, confusión deliberada y una inquietante tolerancia hacia prácticas opacas. Primero nadie la conocía, el presidente del Gobierno y varios ministros aseguraron no saber quién era. Después, la dirección del PSOE afirmó que había abandonado sus filas y que no tenía relación con el partido, pese a que formaba parte de un círculo selecto de militantes recompensados con puestos muy bien remunerados en empresas públicas. La última evidencia indica que Díez actuaba siguiendo directrices del exsecretario de Organización, Santos Cerdán, y que su actividad no era marginal ni improvisada, sino integrada en una red de operadores con acceso a despachos, información sensible y resortes del Estado. No se trata de un caso aislado. El Gobierno ya recurrió a la misma estrategia de negación con el empresario Víctor de Aldama, de quien también se dijo que nadie tenía noticia. Después aparecieron fotografías con Pedro Sánchez y quedó en evidencia que la negación inicial no respondía a un error, sino a una decisión política. El patrón se repite con disciplina: negarlo todo, desacreditar las informaciones incómodas y rectificar solo cuando la realidad resulta imposible de ocultar. Más allá del caso concreto, lo verdaderamente preocupante es el perfil que dibuja esta trama socialista. Al parecer, la misión de Díez era facilitar o dirigir recursos del Estado a despachos y empresas concretas, actuando en la penumbra burocrática, diseñando y ejecutando maniobras políticas y mediáticas para presionar a adversarios o allanar decisiones administrativas. Son piezas de una maquinaria partidista que confunde el Estado con su propio patrimonio. Este fenómeno no es novedoso en el socialismo español. En los años noventa, Juan Guerra y Aída Álvarez simbolizaron una forma de poder basada en la proximidad y el favor. Más tarde, la trama de los ERE en Andalucía convirtió un instrumento de protección social en un sistema clientelar. Hoy los nombres son otros –Koldo, los secretarios de Organización, operadores discretos–, pero el esquema se repite. En este contexto adquiere especial gravedad una afirmación reciente del presidente del Gobierno. En su balance político de 2025 aseguró que podía garantizar que los episodios de corrupción conocidos no apuntan a una financiación ilegal del partido. Es una declaración política de gran calado que plantea una contradicción difícil de soslayar: ¿con qué autoridad puede ofrecer esa garantía un presidente que sostiene que no conocía a sus secretarios de Organización, que afirma no saber quién es Leire Díez , que asegura haber ignorado los casos de corrupción y que ha hecho de la ignorancia su principal línea de defensa? La política no se ejerce desde la inocencia proclamada, sino desde la responsabilidad asumida. Lo más grave no es solo la reiteración de estos comportamientos, sino la ausencia de responsabilidades políticas. Nadie dimite. Nadie da explicaciones convincentes. Nadie aclara cómo estas personas accedieron a empresas públicas ni quién las avaló. Todo se confía a un relato defensivo que subestima a la opinión pública. Leire Díez no es una excepción. Es el síntoma de un PSOE que ha normalizado la confusión entre partido y Estado, lealtad y mérito, poder y cloacas. Mientras no se rompa ese patrón, seguirán apareciendo nuevas Leires. Y con ellas, nuevas negaciones que ya no convencen a nadie.