En todo el mundo, hora tras hora, los ecosistemas polares afectan de forma «crucial» al clima. Porque estas zonas, describe el paleontólogo Andrés Rigual, gozan de «gran importancia en la transferencia de energía entre la atmósfera y el océano». Junto a su compañera en el Grupo de Geociencias Oceánicas de la Universidad de Salamanca (USAL), María Ángeles Bárcena, el investigador habla sobre su implicación en la reciente expedición a Groenlandia, que realizó a bordo del buque rompehielos «Le Commandant Charcot», pero también del proyecto en el que ésta se enmarca. El 'Baseline', o línea de base, porque busca establecer un «punto de referencia» del estado actual de las especies de la península antártica y Groenlandia. ¿El fin? Detectar cambios ambientales de cara al futuro, con especial hincapié en un cambio: el climático. En concreto, el estudio realizado en la enorme isla ha documentado la distribución de las diatomeas, algas significativas a la hora de producir el oxígeno y reducir el dióxido de carbono de la atmósfera. «Existen estimaciones que suponen que producen en torno a un cuarto del oxígeno que respiramos», dice Rigual. Pero advierte, «esto son aproximaciones globales y habría que estudiar a nivel planetario todo en más detalle para determinar su papel exacto». Durante su proceso de fotosíntesis, «absorben» grandes cantidades de CO2 para luego transportarlas «de forma eficiente al fondo oceánico», lo que las diferencia de «otros grupos de fitoplancton». De las diatomeas capturadas en la investigación de Rigual, parte mostrarán el estado actual de estos organismos en latitudes altas, mientras que el resto, registradas en estado fósil, serán utilizadas como indicadores de las características de las diatomeas en el Holoceno-preindustrial y más atrás en el tiempo. En cuanto al primer destino, de forma regular los científicos del proyecto 'Baseline' recogen muestras en la península antártica y el pasaje de Drake. «Si dentro de diez años obtenemos un cambio significativo en las especies o la abundancia de estas mismas zonas, podremos intentar relacionarlo con el cambio ambiental», dice Rigual. Augura que, aunque tanto en el Ártico como en la Antártida «ocurre un deshielo pronunciado», el primer ecosistema «está cambiando de una forma particularmente dramática». La acidificación del océano supone una fuente de trabajo porque «los primeros organismos que van a verse afectados por ella viven en altas latitudes, son los canarios en la mina de carbón, un indicador de lo que va a ocurrir en el resto del planeta», señala Rigual. Esto se debe al «aumento actual de los niveles de dióxido en la atmósfera», que «causa un descenso en el pH del agua cuando se disuelve». Si las aguas pertenecen a altas latitudes como las polares, al ser frías y disolverse el CO2 en mayor cantidad, la bajada de pH es más pronunciada, desarrolla el paleontólogo. «Conociendo el pasado podemos predecir el futuro», explica el investigador, que, a través del estudio de registros de los sedimentos marinos, quiere saber cómo han respondido las diatomeas a periodos cálidos en el pasado y si la reacción será similar «en el cambio actual que están experimentando los ecosistemas». La decisión de comparar la Antártida y Groenlandia, dos ambientes fríos y con una latitud alta, proviene de que «hay muchas características comunes en la ecología de sus algas, pero algunas especies parecen ser más abundantes en Groenlandia. Intentamos determinar las razones», relata. Rigual apunta al género «Pseudo-nitzschia» , que, en particular, ha captado la atención de su grupo. No solo contiene «algunas especies» que pueden producir toxinas, sino que éstas «abundan» en los ecosistemas árticos como Alaska y Groenlandia, donde «puede acumularse en los moluscos y sobre todo en los peces, y hacer que su consumo pueda ser potencialmente problemático para las personas». Mientras, según han estado estudiando, la presencia de las mismas toxinas en la península Antártica es nula o cuenta con «muy bajas concentraciones». A pesar del mayor número de diatomeas tóxicas, el paisaje que Rigual encontró en su expedición a Groenlandia fue «espectacular». Y «preciosa», como describe la visión de los glaciares flotando en el mar helado. «Dormimos en tiendas de campaña encima del mar helado. Yo nunca lo había hecho, fue una experiencia», detalla. Pero el frío arremetía «más de lo esperado», algo que comprobaron desde el primer día de la campaña, cuando la temperatura marcó menos de 40 grados bajo cero: «Discutimos con la tripulación porque nos parecía peligroso dormir a temperaturas tan bajas». También hubo ocasión de conocer a las poblaciones locales y aprender sobre «una vida muy diferente a la nuestra». La de 400 personas cuyos días transcurren en un «pequeño asentamiento», donde se aíslan del resto del mundo por ocho meses cada año. Al no crecer «casi nada de vegetación», más que «alguna gramínea, líquenes y musgos» en verano, son cazadores principalmente. «Es un ambiente bastante hostil», donde «la dureza marca» el día a día, transmite el investigador sobre el intercambio cultural. En el camino a los sitios de muestreo, los Inuit eran sus acompañantes y protectores, siempre atentos a la posibilidad de encontrar osos polares. Otros tres días para el recuerdo fueron investidos en un campamento científico, en el que los niños de un colegio local pudieron ver el trabajo de los investigadores. Los paleontólogos volverán en febrero a la Antártida, donde, explica, por su parte, María Ángeles Bárcena, «una colega va a tomar muestras de agua y a hacer un cultivo de diatomeas en el laboratorio». Su experimento intentará responder, entre otras preguntas, al misterio de cuánto dióxido de carbono son «capaces de absorber» las algas durante el proceso de fotosíntesis: «De un solo cultivo no se extrapola mucho, pero su desarrollo podría darnos alguna indicación del CO2 que toman y retiran de la atmósfera las diatomeas en el ámbito antártico , o incluso el global».