El milagro manual

Cada seis meses o así acabo una libreta y empiezo otra. Es una mezcla de gimnasia de manos y de cabeza. A menudo, escribir manualmente no sirve para nada más que para la propia gimnasia. De modo puntual, algunas de esas libretas se convierten en antesala de un libro, su campo de ensayo, o de batalla, o su cementerio. Entre libro y libreta se tiende algo más que una familia semántica. Después de emerger de la nada, y convertirse en una idea luminosa que va a la deriva en la cabeza, los futuros libros pasan una larga temporada, que también puede ser corta, en un pequeño cuaderno, que puede ser grande. El proyecto, detallado a mano, deambula sin garantías, porque la literatura da frutos sin que puedas previamente estar seguro de que producirá un resultado. Esa residencia en la libreta, labrada con un bolígrafo, resulta crucial. Ahí, en esas hojas escritas con paciencia, confusas, garabateadas, con tachones, en las que a veces se mezclan tus frases con las de otros, o el desarrollo de un personaje con una lista de la compra, o un número de teléfono con la descripción de un sentimiento, el proyecto se hace adulto, y un día te dice: «Quiero ser libro».