El oficio de pastor, uno de los más ancestrales de la humanidad, se enfrenta a desafíos monumentales en el siglo XXI, especialmente cuando se practica a las puertas de una gran metrópoli como Barcelona. Es la realidad de David Barrero, un pastor que ha trasladado su rebaño al Parque Natural de Collserola. Su día a día es una lucha constante no solo contra los elementos, sino también contra las complejidades de un entorno urbano que a menudo ignora las necesidades del mundo rural. A pesar de todo, su determinación se mantiene firme, sostenida por una profunda vocación que le impulsa a seguir adelante. Ser pastor en Collserola es, en palabras del propio Barrero, “muy, muy, muy difícil”. Tras haber trabajado en la sierra de Córdoba, en su Andalucía natal, el contraste es brutal. Allí existía una arraigada cultura ganadera; aquí, en cambio, se topa con una mentalidad urbanita que ve el parque como una zona de recreo personal. El principal foco de conflicto son los perros sueltos. Aunque la mayoría no ataca directamente, su sola presencia es suficiente para sembrar el caos en el rebaño. “La gente urbanita siente Collserola como suyo y llevan el perro suelto”, lamenta Barrero. El pánico provocado por un perro puede tener consecuencias devastadoras. Como explica el pastor, cuando un can asusta a las ovejas, estas pueden sufrir abortos, un fenómeno conocido en el argot ganadero como “malpares”. Además, el rebaño se dispersa en una carrera despavorida. “De 400 ovejas, se van corriendo igual 30, y tardas días en encontrarlas, si es que aparecen”, relata. La recuperación de los animales es una tarea titánica. Aunque su voz es una herramienta clave y muchas ovejas acuden a su llamada, otras se pierden en la inmensidad del parque, un laberinto de barrancos, maleza y carreteras peligrosas como la AP-7 o las rondas, haciendo que muchas de ellas nunca regresen. La llegada de David Barrero a Cataluña no fue una elección, sino una huida. Procedente de una familia con una larga tradición ganadera, siempre sintió el “gusanillo” de la profesión. Sin embargo, su explotación en Andalucía, con 800 ovejas, se volvió insostenible debido a la sequía extrema que azotó la región en 2022 y 2023. La falta de agua le obligó a una tarea hercúlea: “Tenía que traer cada día desde fuera 4.000 litros de agua. Esto me agotó física y mentalmente”. Esa situación límite le empujó a buscar alternativas, y así surgió la oportunidad de Collserola. El proyecto en el parque barcelonés es una licitación pública que, sobre el papel, ofrece condiciones muy buenas: pasto ilimitado sin coste y una nave. En Andalucía, por el contrario, debía pagar por fincas ganaderas, aunque estas ofrecían dehesas ricas en bellotas. Sin embargo, la realidad en Collserola es otra. “Aquí te dan unas condiciones muy buenas, el problema es que no hay comida para la oveja”, afirma. El parque está cubierto de maleza y zarzas, lo que exige un trabajo previo de desbroce manual para que el rebaño pueda acceder y alimentarse del sotobosque, desmontando la idea de que las ovejas limpian el monte sin ayuda. Irónicamente, una crisis sanitaria se ha convertido en un respiro para Barrero. Las restricciones de movilidad impuestas por la peste porcina africana (PPA) en un radio de seis kilómetros han vaciado el parque de visitantes y perros. “A mí me va perfecto. No hay gente paseando, no hay perros, y estoy solo, lo más parecido a Andalucía”, admite. Sin embargo, esta situación le provoca sentimientos encontrados, ya que pone de manifiesto un agravio comparativo que le indigna profundamente. Barrero critica duramente la desproporción en la atención mediática y administrativa. “Me sabe bastante mal que se le dé mucho bombo al tema de la peste porcina africana, que sí es un problema, pero hasta ahora hay cero cerdos de granja muertos”, señala. Mientras tanto, el sector ovino y caprino lleva desde 2022 sufriendo en silencio los estragos de la enfermedad de la lengua azul, con “miles y miles de cabezas muertas”. Él mismo ha sufrido bajas en su rebaño que sospecha que pudieron deberse a esta enfermedad, pero la falta de atención oficial le deja en la incertidumbre. Este trato diferencial se extiende a las ayudas: “Ya hay ayudas directamente para el sector porcino, y el ganadero pequeño, que es el que está haciendo el trabajo de verdad en el campo, no se nos valora”. Su crítica se afila al distinguir entre el ganadero y el empresario. Considera que el dueño de una macrogranja con miles de animales “no es un ganadero, es un empresario que está forradísimo”, mientras que los pastores que, como él, conservan el paisaje y previenen incendios, son ignorados. La supervivencia económica es una batalla diaria. “Sobrevivo, no vivo de esto. Esto es porque te gusta, es vocacional”, confiesa. Esta precariedad, unida a una burocracia asfixiante, hace que el relevo generacional sea una quimera. Barrero describe el acceso a las ayudas como una carrera de obstáculos imposible: “La administración se llena la boca, pero cuando lees la letra pequeña, cumplir los requisitos es prácticamente imposible”. Una realidad que deja a uno de los oficios más vitales para el ecosistema al borde de la extinción.