Antonio Agredano y las tradiciones navideñas: "Me crié escuchando 'Los Campanilleros' y viendo ´Lo que el viento se llevó´"

Pasarse un Niño Jesús y rezar en familia, regalar productos ibéricos, un padre que canta una ranchera... muchas han sido las tradiciones navideñas que nos han contado nuestros Fósforos y a las que Antonio Agredano ha puesto voz y letra. En mi casa, hasta que mi madre no baila en el salón de casa el Te estoy amando locamente de Las Grecas, no empieza oficialmente la Navidad. Luego viene la ceremonia del anís, que es como la ceremonia del té japonés, pero te ríes más. Esas copitas con la línea roja, servidas con precisión y bebidas con alegría, en torno al brasero. A una hora prudente, no sé, las once de la mañana. Amortiguando el alcohol con logroñesas y hojaldrinas. Me gusta la Navidad. El calor de los hogares combatiendo el frío de la calle. La jarana y esa sensación de que todo da un poco igual, de que has sumado otro año a tu vida, de que sólo nos queda la gratitud y aprovechar un puñado de momentos. Que luego todo es recordar y sillas vacías y algo de desgana. Y mejor celebrar lo que tenemos que llorar lo que hemos perdido. La casa de mis padres es ruidosa. Se juntan los primos pequeños y son muy jaleosos. Mi madre habla muy alto, la radio de mi padre suena al fondo en la cocina, está siempre la televisión puesta, llama mi tía desde Londres y nos vamos pasando el teléfono de uno a otro para felicitarnos la Navidad. Ahí me crie y ahí se criarán mis hijos. En el desborde, en la memoria, en las tradiciones. Escuchando Los Campanilleros. Viendo ´Lo que el viento se llevó´ en la sobremesa. Llamando Clark Gable a Klaark Gueibol. Y brindando por nada en particular. Sin demasiada solemnidad. Con algo de desorden. Porque la vida sucede en los cauces. En las idas y en las venidas. Más en lo pequeño que en lo grande. A veces hojeo los álbumes de fotografías que mis padres tienen en salón. Y me encuentro ahí, con once o doce años, posando por obligación junto a un árbol de Navidad. Ha cambiado la casa, han cambiado los muebles, he cambiado yo; hay personas en esas fotos que ya no están. Algunos sonríen. Con los ojos vidriosos por el vino y la felicidad. Usando espumillón como corbata. Acercando una copa al objetivo de la cámara, como brindando con la eternidad. Algún día yo no estaré. Pero quedarán esas fotografías. No pienso regalarle ni un minuto de mi vida a otra cosa que no sea el amor. Y las penas, para adentro, con anís, para celebrar que aquí seguimos, para endulzar, a sorbos, las lágrimas.