Una de las mayores conquistas de la civilización es el laicismo, pero esto no significa que las religiones no deban tener una influencia crucial y positiva en la política, es decir, en la gestión y administración de lo público, no para convertirse en partidos políticos, sino para realizar al menos tres aportaciones singulares que solo las religiones pueden efectuar en una democracia como la nuestra. En primer lugar, la cosmovisión religiosa aporta la creencia en la unicidad metafísica de lo humano. Es verdad que para creer en la unidad biológica de todas las personas no es necesaria ninguna creencia religiosa, ya que el mapeo del genoma ha demostrado que existe una sola raza humana. Pero esta verdad científica es demasiado abstracta e impersonal y no moviliza al sujeto en los momentos en que debe hacer un gran esfuerzo por los demás. Solo la religión provee la convicción de que los ciudadanos (nacionales o inmigrantes) de un país como, por ejemplo, el nuestro conforman esencialmente la misma cosa, pues hoy sabemos que todos, con nuestra rica diversidad y pluralidad, procedemos de la Evolución (o la Naturaleza), que, según la ciencia, no es un proceso determinístico, pero tampoco (y este punto es clave) del todo casual o accidental: es una singularidad providencial. Esta idea, y solo esta, puede garantizar la verdadera cohesión y unidad de una sociedad en un momento como el actual, de máxima polarización, rampante división y discursos de odio. Solo por medio de la creencia en que todos copertenecemos a una misma Providencia (de la que hemos surgido por evolución) nos convenceremos de que todos los demás miembros de la sociedad son extensiones de nuestro propio yo o persona. Y solo así estaremos dispuestos a renunciar, incluso, a parte de nuestros intereses para procurar a los necesitados, desaventajados o desheredados la misma oportunidad. En segundo lugar, la creencia religiosa inculca el convencimiento de que hay determinados actos de la persona que revierten en ella más allá de lo tangible: le generan un excedente inmaterial (por tanto, espiritual) que redunda en ella cuando, por ejemplo, se esfuerza con ahínco para ejercer con la máxima excelencia su profesión. Así, un político o servidor público puede extraer la energía y motivación necesarias para dejarse la piel por el bien común, sin sectarismos ni partidismos, cuando entienda que sus actos de servicio, además de producir frutos visibles, tienen un valor intangible que incidirá en su propia evolución tras la muerte. Algo que Kant expresó diciendo que a la biografía finita de la persona no le da tiempo para que su cumplimiento del deber confluya en su propia fortuna o buenaventura. Otro ejemplo de actitudes que revierten en lo personal es la honestidad: el decir siempre la verdad , por ejemplo, a los ciudadanos o cuando se dirime la justicia o injusticia de un asunto. La sinceridad tiene un poder metafísico que hace resurgir, antes de que anochezca, la verdad y redunda en la persona que no quiso faltar a ella. En tercer lugar, las leyes que proponen y aprueban los legisladores de un Estado laico como el nuestro deberían tener siempre, como una de sus fuentes de inspiración (aunque no la única), los principios espirituales, pues el mérito del principio espiritual es que, además de aportar soluciones prácticas, es connatural a la condición humana y, por tanto, proporciona al legislador un iusnaturalismo antropológico como fuente de inspiración y legitimación de las normas.