Se pide insistentemente que dimita o rompa relaciones. No con argumentos –eso sería un exceso liberal–, sino con una insistencia casi romántica, como si la dimisión fuera una forma de amor al pueblo o, peor aún, de higiene moral. Ella escucha con paciencia revolucionaria, asiente con gravedad marxista y continúa exactamente donde estaba. Pero muy enfadada. Mucho. Porque dimitir, camaradas, es una costumbre burguesa, más aún a las puertas de la paga extra por el solsticio de invierno. El burgués dimite. Dimite para salvar su conciencia, que es una cosa pequeñita que se lleva en el bolsillo de la chaqueta. El comunista, en cambio, permanece. Permanece porque el Estado lo necesita, el pueblo lo exige y la nómina lo confirma... Ver Más