Romería: el silencio de la modernidad

Un maestro del CUEC solía decir que una obra de arte audiovisual no comienza ni con su primer plano ni termina con el último. El cine inicia en el borde ciego de la experiencia: lo que está más allá del encuadre. Romería, de Carla Simón, es una obra amplia y profunda, puede vérsele desde la perspectiva feminista, desde el cine de arte y desde esa genealogía que, como decía aquel maestro del CUEC, no se despliega ni hacia adelante ni hacia atrás: nos envuelve para revelar lo que una familia ha decidido que debe callarse.La protagonista, una chica que se niega a saber quién fue realmente su padre, emprende una suerte de viaje iniciático que tiene poco que ver con la geografía. Es un trayecto interior que la conduce a la pregunta de base: ¿qué sucede con una persona cuando decide borrar quién es? La búsqueda del padre en Romería no alude a un pasado admirable ni a un secreto importante, a pesar de la protagonista; la búsqueda resulta obligada porque plantea la necesidad de devolver dignidad a una vida que fue tratada con vergüenza. He aquí la clave: vergüenza. Esta palabra que en tantas familias tiene función de tabú, sentimiento clave que rodea por completo el cuadro, la historia de Romería. Es eso lo que tenemos que ver pues en esta vergüenza colectiva está cifrado el drama del siglo que heredamos.Generaciones completas enterraron enfermedades, adicciones, cambios de chaqueta política y todo ¿para qué? Por “respetabilidad”. Es aquí donde se une lo auténticamente feminista con el arte de lo que se siente ahí, en la película, pero no se ve. Como resulta evidente, Romería no se resuelve con una revelación en el sentido tradicional. Se propone, en todo caso, la aceptación de zonas grises con las que tenemos que vivir. Y entonces se abre otro nivel de lectura para Romería: cine de la memoria. Cine sobre el acto de recordar. Pero recordar no como el acto de restaurar un relato perdido sino aceptar que la memoria también se vuelve cascajo.Desde el punto de vida del diseño de producción, Romería reconstruye un país desvanecido y muy lejos de la España de tarjeta postal. Es un país de periferias con cajas en que los objetos ya no se mueven, las carreteras difícilmente se conservan, la humedad de los inviernos pasados todo lo va consumiendo. No se trata, sin embargo, de un paisaje decadente. Se trata más bien de algo detenido que la directora, Carla Simón, recrea con precisión documental. Silencios que retoman la naturaleza del país, la naturaleza de los actores que sostienen con su presencia histriónica la presión de un cansancio heredado históricamente. La aparente fatiga física de los actores es digna de ser subrayada. Una mujer viene a interrogar el pasado. Y lo hace por agotamiento y sin ánimos de superioridad, sin crueldad. Simón la filma como quien contempla cómo se erosiona una piedra: con el golpe pequeño que captura el fotógrafo utilizando siempre la distancia esencial. Sin invadir a los actores, pero tampoco abandonándolos. Planos abiertos que parecen avejentar más la búsqueda. Luz oblicua sobre un rostro que revela el reconocimiento de la culpa o la complicidad. Son búsquedas que la directora ya inició en Estiu y en Alcarràs. Historias de familias fracturadas en un campo donde la modernidad promete llegar, pero todos la esperan sin darse cuenta de esto: de que el horror que están viviendo, esa falta de sentido, la desarticulación entre existencia humana y naturaleza, es la modernidad.​AQ / MCB​