Hay dos tipos de personas entre quienes pueden celebrar las fiestas de fin de año. El primero es el de quienes se deleitan en las preparaciones. Hacen la lista de invitados, seleccionan lo que se va a servir, deciden a qué hora deben reunirse, a ver qué les parece, vénganse pues. Con frecuencia estas personas se enfrentan con problemas que resuelven entusiasmadas. Por ejemplo, escoger entre los invitados a quienes hay que incluir y a quienes excluir. Si invitamos a José, entonces no puede venir María. Pero si le decimos a Vanessa, entonces también hay que decirle a Beto. Que alguien se entere que no fue invitado a una reunión es una de las causas de ofensa en las relaciones del afecto de nuestras sociedades. Las personas que gozan preparando las reuniones no se arredran ante estos problemas. Preparan frases como “somos pocos, solo los amigos más cercanos” y otras mentiras que los invitados no creen pero que se sienten halagados de escuchar. Los días antes de la fiesta estas personas están haciendo listas, buscando regalos, preparando los materiales para el fuego. En el segundo grupo, están los que gozan de la celebración, no de la preparación. Son los que llegan a las reuniones con un sombrero de carnaval, matracas y confeti, premunidos de una sonrisa contagiosa. No han hecho nada para preparar la reunión. Solo quieren celebrarla. Cantan, bailan, festejan. Llegan los primeros y se van los últimos. Y aquí vienen los peores. Los que se quedan en las casas hasta el día siguiente, los que no se resignan a pensar que la fiesta ha terminado, los que exigen a los demás entrar en su universo de delirio. Los que empiezan a decir lo que piensan en medio de la borrachera. Los pesados y malcriados irredentos. En realidad, la historia no ha cambiado mucho. La fiesta es un ritual tan antiguo como el de las colectividades. Una de las notables, antecesora de la Navidad, fue la Saturnalia, en la antigua Roma. Era una celebración que reconocía al dios agrícola Saturno. Sacrificios, banquetes, a veces orgías, y por supuesto muchos regalos. Los niños recibían muñecos de terracota, los adultos poemas o mensajes humorísticos. Había joyas, vajilla, canicas y velas que representaban el retorno de la luz. En los mejores momentos de la Saturnalia se acababan las diferencias de poder. Los invitados usaban sombreros. Los amos podían servir a sus esclavos. Todos comían en una mesa común. La sociedad se había dado vuelta y allí estaban todos para celebrarlo. Se realizaba al fin de la siembra y por eso las fechas preferidas eran entre el 17 y el 23 de diciembre. Hoy día seguimos celebrando la Saturnalia, que se convirtió en la Navidad, aunque sin el desenfreno de los romanos.Los fiesteros de la Saturnalia olvidaron pronto que se trataba de un ritual de gratitud al dios Saturno. Solo querían divertirse. Es lo mismo que ocurre hoy, cuando nos hemos olvidado del sentido original de la Navidad. Queremos buscar un pretexto para divertirnos. Aunque aparezcan los pesados.AQ / MCB