Las palabras, a veces, no encajan perfectamente en el cuerpo del significado. Ocurre, según lo siento, con “comunidad”. No me refiero a la comunidad de un edificio de viviendas y sus dolores de cabeza, pisos turísticos, alegrías, reparaciones y cuotas extraordinarias. Tampoco a la comunidad autónoma -esta o aquella- de la organización territorial española. Ni al simpático, y aplastado, movimiento comunero popular castellano. Sino que hablo de “comunidad” como tesoro invisible de relaciones, vínculos, afinidades y discrepancias, conversación, debates, afectos, apoyo mutuo y convivencia en la diversidad que el ser humano teje de un modo instintivo, natural. Construir comunidad y ser parte de ella es un motor de la evolución humana. Así, lo imagino moldeando nuestras cualidades como seres sociables, tozudos e inteligentes desde el remoto tiempo de las pinturas rupestres. De hecho, por algo será que un espíritu de comunidad se desliza en los audiovisuales publicitarios de la Navidad (turrón, lotería, alimentos que llevar a la mesa en la que no se habla de lo espinoso y se perdonan las salidas cuñadistas). Lógico, la comunidad es el gran resorte de lo familiar, de la amistad, incluso del amor al terruño. Es la herencia más valiosa de nuestro ADN humano, la tabla de salvación en la tormenta del coronavirus. ¡Qué comunitari@s nos volvimos entonces! Y, en gran o cierta medida, qué pronto se olvida que nos necesitamos un@s a otr@s como nuestras células al pulso oxigenador, constante y fiel, de nuestro corazón. Pero, por favor, abramos el arca humana de los tesoros y revisemos el ejercicio y el sentimiento de comunidad. A ver: ¿cómo de espléndida, de cuidada, de abandonadilla, de olvidada o de transformada a nuestras espaldas o delante de nuestros ojos, está esa realidad que reconocemos como comunidad, y que es distinta a la vida en sociedad o a los también preciados mimbres de la praxis de la ciudadanía democrática, aunque comparta espacios y virtudes. ¿Cuál es mi impresión al respecto? Siento decirlo, pero este tesoro de la comunidad humana lo están adulterando. Encuentro fragilidad, fracturas, amenazas, desnaturalización, falsificaciones, imitaciones, sucedáneos, cuando no absoluto desprecio a la misma idea de comunidad si se impone el individualismo, el odio que envenena, la ira adictiva, la xenofobia, el sálvese quien pueda. Y claro, como la comunidad es parte esencial de nuestra naturaleza humana, asistir a un mundo como el actual, de matonismo rampante en países como EE.UU., redes sociales y simulacros que crean una apariencia de comunidad al tiempo que extienden inmensos vacíos y soledades, es algo que deja chafadas a personas que nos damos cuenta de que nos están robando algo vital. No se puede tolerar y no lo vamos a permitir. El capitalismo global nos mide y usa como clientes, como apuntes contables. Los estados parece que están renunciando a crear infraestructuras que alimentan y sostienen la comunidad y lo comunitario en la medida en que es necesario hacerlo: bibliotecas públicas, centros de convivencia y participación artística y cultural, centros deportivos, viviendas accesibles y asequibles, pilares de la salud y la educación públicas sólidos y sin amenazas. El ser humano siempre ha buscado construir nidos para esa vida de comunidad. Ahora, un hacha tala árboles y pretende erradicarlos. ¿Sin nidos dónde vamos? Por eso, necesitamos urgentemente lugares-comunidad, acciones-comunidad y personas-comunidad, como las personas-libro en Fahrenheit 451 , de Ray Bradbury. Precisamente, comunidad es también una palabra clave en el manifiesto andaluz de la lectura del 16 de diciembre de 2025, de la ensayista Remedios Zafra. Leamos. Leamos tejiendo comunidad. ¡Feliz comunidad! Practicarla es un regalo para toda la vida, heredable por las sucesivas generaciones y no se agota nunca, se multiplica. Nota: Las menciones a marcas y productos no llevan aparejada ninguna contraprestación