Abuelitud

Hace un lustro, cuando mi hija mayor, Julieta, tenía tres años, cada vez que veníamos a Lima en diciembre, en el taxi que nos trasladaba del aeropuerto a la casa de mis suegros, ella preguntaba sin falta: «¿a qué hora llegamos a Perú?». Yo le aclaraba que ya habíamos llegado, pero ella me lo refutaba. Luego entendí que, en su pequeña cosmogonía, el Perú no era el país de sus padres, ni siquiera era un país: el Perú era la casa de sus abuelos.