Indianápolis está lejos de Washington. Unos 900 kilómetros en línea recta hacia el oeste. Una distancia que no ha bastado, sin embargo, para evitar en las últimas semanas que las presiones desde la capital abrasaran a sus congresistas estatales. Particularmente a los republicanos, que controlan las dos cámaras del Congreso de Indiana. Algunos recibieron amenazas de muerte anónimas. Otros fueron directamente señalados por el presidente, que amenazó con desbancarlos en las próximas primarias si no acataban su dictado. Les bastaba con apoyar una moción para redibujar el mapa de las circunscripciones electorales, lo que hubiera ayudado a perpetuar el dominio conservador en el estado. Pero no funcionó. Más de una veintena de republicanos se rebelaron y la ley apadrinada por Donald Trump fracasó. No solo era innecesaria, dijeron los apóstatas, sino que hubiera socavado la credibilidad de la ya maltrecha democracia.