No se recuerdan apenas episodios en la historia de España en los que Extremadura haya sido decisiva, al menos desde algún lance de las guerras napoleónicas. Pero resulta que han generado bastantes expectativas las elecciones autonómicas que se celebran hoy. Al menos durante unos días se hablará algo de Cáceres y Badajoz pero ojo, no tanto de sus problemas específicos, que son unos cuantos y comunes a buena parte del oeste del país, sino de su efecto en clave nacional, con la expectativa de que el PSOE quede reducido a sopa de tomate, plato típico extremeño. Lo habitual era que la mayor parte de autonomías concentraran las elecciones a sus respectivos parlamentos. Así era con las excepciones de Galicia, Catalunya y Euskadi. Sin embargo, la competencia en la derecha ha llevado a un goteo de citas electorales. Empezó Ayuso en Madrid cuando se peleó con Ciudadanos y en unos meses se sucederán en Extremadura, Aragón y en Castilla y León. Se podría esperar que el debate fuera de las necesidades de territorios semiolvidados que cada vez explican más cosas extrañas y marcan diferencias enormes complicadas de encajar, varias españas que viven de espaldas las unas a las otras. Hubiera sido un efecto positivo, envidiable para el resto de autonomías que también querrían sus dos semanas de atención. Un poco de cariño para el que casi nunca lo recibe y una invitación a atender a esas diferencias territoriales que, casi siempre quedan atrapadas por la gravedad madrileña. Sin embargo, lo que hay es una sucesión de campañas y un cruce de quinielas. Imaginarse de esta manera un escenario en el que cada una de las 17 autonomías convoquen elecciones por separado resulta una amenaza. Un total de 34 semanas de campaña electoral añadidas a municipales, legislativas y europeas. Eso no hay quien lo aguante.