LA reciente decisión de los gobiernos alemán y francés de establecer un servicio militar voluntario ha reabierto un debate que España se resiste a abordar: la utilidad de recuperar, siquiera parcialmente, una forma de servicio al país por parte de sus jóvenes. Frente al consenso político y técnico que lo descarta –Gobierno, oposición, altos mandos y asociaciones militares–, desde estas páginas creemos que es un debate que la sociedad española debe afrontar sin prejuicios. Hoy, 17 países europeos mantienen algún tipo de servicio militar o lo han restablecido recientemente. No se trata de un regreso nostálgico al pasado, sino de una respuesta moderna a los desafíos de seguridad, cohesión social y cultura de defensa que plantea el presente. Es cierto que España no comparte las amenazas geoestratégicas de las naciones bálticas o del este de Europa, pero también es cierto que la defensa no es solo una cuestión de blindajes y misiles, sino de valores compartidos, civismo y cultura organizacional. Y en ese sentido, la falta de preparación de la sociedad española ante situaciones de emergencia como danas, apagones o incendios nos ha llevado a pagar un elevado precio en vidas humanas. Eliminar el servicio militar obligatorio a finales de los noventa fue, sin duda, una decisión correcta. La mili estaba desfasada, había perdido todo prestigio social y funcionaba más como un trámite burocrático que como una experiencia formativa o defensiva. En aquel contexto, marcado por el final de la Guerra Fría , el deshielo entre bloques y la ilusión de un mundo regulado por el comercio y las instituciones internacionales, parecía razonable prescindir de ella. Pero el mundo de hoy no es el de entonces. La agresión de Rusia a Ucrania ha devuelto a Europa la conciencia de que la guerra no es una reliquia del pasado. Y las sociedades europeas deben afrontarlo como naciones maduras, dispuestas a adoptar medidas necesarias aunque no resulten cómodas, al menos mientras el riesgo persista. Las objeciones al servicio voluntario son muchas, y no menores. Desde el punto de vista económico, reintroducir una forma de servicio supondría un coste notable, tanto en infraestructuras como en formación y retribuciones. Además, la experiencia del pasado no fue siempre positiva: la Prestación Social Sustitutoria fue un fracaso organizativo. Sin embargo, tampoco puede obviarse que muchos de los españoles que pasaron por el servicio militar recuerdan aquella etapa con una mezcla de cariño y gratitud. La experiencia israelí lo confirma: su servicio militar no solo es un elemento clave de defensa, sino un motor de innovación y emprendimiento civil. En el caso español, la existencia de los Reservistas Voluntarios demuestra que hay ciudadanos dispuestos a integrarse, temporalmente, en la vida militar. Pero el sistema es limitado, poco incentivado y, hasta ahora, sin vocación masiva. ¿No sería razonable, entonces, explorar una fórmula que, sin caer en la imposición, abra la puerta a un servicio cívico-militar voluntario en unidades como la UME, tan valoradas por la ciudadanía? Este servicio podría cumplir una doble función: reforzar capacidades del Estado ante emergencias, y, al mismo tiempo, contribuir a la formación de una ciudadanía más consciente de sus deberes colectivos. El Gobierno actual lo descarta, y el principal partido de la oposición tampoco lo considera necesario. Pero las prioridades pueden y deben cambiar. Lo que hoy parece innecesario podría convertirse en una herramienta útil para afrontar un futuro incierto. No se trata de restaurar la mili de nuestros abuelos. Se trata de imaginar, con inteligencia y ambición, una forma moderna de servicio cívico.