No serían más de las seis cuando cogí la villavesa en la avenida de Barañáin, línea 4, dirección este. Empezaba a oscurecer. Había dejado atrás el silencio abacial de la Biblioteca General y volvía a casa. Un festival de conversaciones, risas y cháchara de móviles anegaba el interior del autobús, conducido por una joven de porte templado, ajena a la algarabía que se batía a su espalda, la de una barahúnda que iba al centro con el ánimo de zambullirse en el espíritu de la Navidad, lo que quiera que eso fuera.