Salud

Cuando leas esto, es muy probable que las bolas ya estén precipitándose dentro del bombo. Los niños y niñas del colegio de San Ildefonso se aclaran la voz, suena el soniquete de los números. Es el chupinazo de la semana grande de la Navidad. A estas horas, aún me queda un rayito de esperanza. Me acuerdo de mi padre, que se sentaba con una cafetera delante de la tele, los décimos desplegados en la mesa, esperando a que sonara su número. Nunca pasó. Hoy me pillará de protestas. Y escucharé otros números pero no serán los niños de San Ildefonso, ni los millones que me meteré en el bolsillo. Se van a aprobar los presupuestos del Ajuntament de Palma y me van a distraer de la llamada de la suerte. Si me tocara el Gordo, ¡ay, si me tocara!... Ni un piso podría comprarme. Porque cuando uno tiene hijos en Mallorca solo piensa en buscarles un cobijo para que no sean expulsados de la Isla. Los que tenemos hipoteca, incluso a tipo variable, somos afortunados. Así está la cosa. No me quiero ni imaginar cómo tiene que ser vivir sin tener que pagar la letra cada mes, sin tener que pagar la renta al propietario que un día puede decirte ‘se nos acabó del amor de tanto usarlo’. Hay un consuelo que nos decimos tras la bajona de otro año sin premio: siempre nos queda la salud. Pero es posible que un día de estos a alguno de los nuestros le toque premio en ese sorteo negro que es la enfermedad. Si es así, solo quería decirte que de todo se sale. Y si no, que nos quiten lo bailado. Mi padre, al que nunca le tocó la Lotería pero sí un par de cestas de Navidad, me dijo poco antes de morir: «Esto ha sido todo. Y la vida sigue». El premio, queridos, es haber vivido.