El legado vivo de Fukuoka

En un mundo que corre cada vez más deprisa, donde la productividad se confunde con el sentido y la tecnología ha reemplazado al asombro, es momento de escuchar de nuevo la voz de un hombre humilde –campesino, poeta, sabio...– que nos convoca a volver a casa. Masanobu Fukuoka (1913-2008), microbiólogo japonés, dejó atrás los laboratorios y el prestigio profesional para escuchar la voz de la naturaleza. A los 25 años, tras una enfermedad y una experiencia espiritual profunda, comprendió que ya no tenía sentido seguir separando la realidad en fragmentos. En un instante de revelación –su satori– sintió que todo era uno, la tierra, el agua, el viento, él mismo.Fukuoka no se limitó a vivir esta revelación en silencio. A lo largo de su vida escribió ocho libros en los que fue destilando, con radical sencillez, su visión del mundo. Entre todos ellos destaca una obra mítica, La revolución de una brizna de paja, convertida en un texto fundacional del pensamiento ecológico contemporáneo. No era un tratado agronómico al uso, sino un manifiesto filosófico y espiritual que cuestionaba la idea misma de progreso y proponía una revolución íntima, silenciosa y profunda: cambiar la mirada antes que la técnica. Fukuoka descubrió una verdad que desafía los dogmas del progreso moderno. Cuanto menos interferimos, más puede la naturaleza desplegar su sabiduría inherente, su orden invisible, su perfección sin artificios.En su granja de Shikoku, en Japón, esa intuición se convirtió en una realidad fértil. Sin maquinaria, sin pesticidas, sin abonos químicos, sin podas ni arado, sus campos de arroz y cebada florecían con una generosidad silenciosa. Allí, en ese santuario viviente, demostró que la abundancia no requiere violencia, y que la cooperación con los ritmos naturales puede superar cualquier tecnología de control. Su método, simple y revolucionario, no consistía en hacer más, sino en deshacer lo innecesario. Observar, confiar, permitir, dejar que la vida se exprese sin interrupción. Para él, la agricultura no era solo una técnica, sino una forma de oración, una vía para restaurar el vínculo sagrado entre el ser humano y la tierra.Fukuoka no cultivaba únicamente alimentos. Cultivaba conciencia. En sus propias palabras, el propósito final de la agricultura no es la cosecha, sino el cultivo y perfeccionamiento de los seres humanos. Su legado nos recuerda que la tierra no necesita ser conquistada, sino acompañada. No se trata de extraer, sino de honrar. La verdadera fertilidad comienza cuando el alma se pone al servicio de lo vivo. Su práctica se basaba en cuatro principios radicales por su sencillez: No arar, no fertilizar, no desherbar y no usar pesticidas. Aunque muchos lo consideraban utópico, sus resultados eran abundantes y sostenibles. Su filosofía inspiró el nacimiento de la permacultura, la agricultura regenerativa y un activismo verde que siembra desde el respeto, no desde la dominación.En el año 1998, durante su visita a Mallorca, lanzó una advertencia que aún resuena con urgencia. Esta isla se convertirá en un desierto si no cambiamos el rumbo. En esa tierra reseca impulsó proyectos de regeneración guiados por humildad y poesía. A quienes lo escuchaban les ofrecía una enseñanza esencial. Observar la naturaleza, imitarla humildemente y actuar solo cuando sea estrictamente necesario. Fukuoka no vino a imponer un método, sino a recordarnos la actitud de quien se pone al servicio del misterio. Su filosofía del MU, la senda del hacer menos y eliminar el trabajo innecesario, no es pasividad, sino alineación con la vida. El sensei de la agricultura natural salta de la biología a la filosofía, de la semilla al cosmos. Desafía el mito moderno del trabajo duro y el esfuerzo.Una de sus enseñanzas más profundas se encierra en un gesto casi infantil y sagrado: lanzar nendo dango, bolitas de arcilla con semillas, al viento. Es una técnica de cultivo natural que ya ha sido experimentada en reverdecer desiertos, invertir la desertificación en lugares como África y regenerar áreas asoladas por los incendios. Cuando sembramos nendo dango, decía, sembramos como Dios. Y añadía con ternura que hay que meter el alma en la bolita. Sembrar es recordar. No somos dueños de la Tierra, sino sus guardianes. La educación más urgente es la que nos reconcilia con lo invisible. Y no hay mayor revolución que lanzar al aire, con amor, una bolita de arcilla. Quizá estemos aún a tiempo. De sembrar, de sanar, de volver al corazón del mundo.