Antes de ser meme, muñeco, jersey "feo" o reclamo publicitario, el Grinch fue una mala idea muy bien escrita. Una idea incómoda. De esas que no buscan caer simpáticas. El personaje nació en los años cincuenta, cuando la Navidad estadounidense empezaba a parecerse sospechosamente a un centro comercial con luces. Su creador, Theodor Seuss Geisel -Dr. Seuss para la posteridad- no inventó un villano: inventó una reacción alérgica. El Grinch aparece como quien tose en mitad de una misa. No grita, no rompe nada (todavía), pero deja claro que algo no le cuadra. Vive aislado, observa con desconfianza a la comunidad de Villa Quién y llega a una conclusión tan simple como peligrosa: si la Navidad se basa en regalos, basta con quitarlos para acabar con ella. Plan lógico. Moralmente cuestionable. Narrativamente perfecto. El autor también gruñía Conviene recordar un detalle clave: Dr. Seuss no escribía desde la torre de marfil del optimismo. Él mismo admitió que el Grinch tenía mucho de autobiográfico. Se vio reflejado en ese espejo cruel que devuelve la imagen del 26 de diciembre: envoltorios por el suelo, tarjetas repetidas y una vaga sensación de vacío. No era que odiara la Navidad; era que no reconocía la que tenía delante. Por eso el cuento no es un ataque a la fiesta, sino a su caricatura. El Grinch no quiere destruir la alegría: quiere apagar el ruido, bajar el volumen, quitar el neón. Es un personaje cansado antes que malvado, algo que lo vuelve peligrosamente cercano. La transformación definitiva llegó cuando el Grinch saltó a la televisión en 1966. Allí se volvió verde -un verde feo, incómodo, imposible de ignorar- y ganó una voz grave, irónica, casi elegante. La animación fijó su imagen para siempre y le regaló un himno inolvidable en forma de villancico venenoso: "You're a Mean One, Mr. Grinch". Desde entonces, cada diciembre, millones de personas vuelven a escuchar que el Grinch es "tan encantador como una anguila" y "tan acogedor como un cactus". Y lo hacen sonriendo. Porque el insulto, cuando está bien rimado, se convierte en caricia. El día que Hollywood lo abrazó Durante años, el Grinch fue una tradición relativamente intacta. Hasta que Hollywood decidió que aquel monstruo merecía un primer plano. En el año 2000, Jim Carrey se enfundó kilos de maquillaje y exageró cada gesto hasta convertir al Grinch en una criatura elástica, histérica y, sobre todo, muy rentable. La película añadió trauma, pasado triste y una psicología que el cuento original no necesitaba. El mensaje se suavizó, se explicó demasiado, se subrayó. El Grinch ya no solo estaba harto: ahora también había sufrido. El resultado fue un éxito rotundo y una paradoja deliciosa: una crítica al consumismo convertida en superproducción navideña. A partir de ahí, el Grinch cruzó una línea sin retorno. Se convirtió en icono pop. En objeto. En marca. Su cara empezó a aparecer en tazas, pijamas, anuncios y campañas que te animan a comprar… precisamente usando al personaje que odiaba comprar. Si esto no es...