Pascua de Navidad

Hace unos años, en nuestros pueblos, y aún hoy, entre mucha gente mayor, era usual, llegadas las fiestas de Navidad, saludarse y desearse unos alegres días con un ¡Felices Pascuas! , una costumbre que ha ido desapareciendo a medida que, tal vez por influjo del cine y la televisión, hemos transformado los días navideños en una emulación, en el mejor de los casos, del Londres de Dickens, y más frecuentemente, del Nueva York contemporáneo. Luces, canciones en inglés y hasta un 'Merry Christmas', que aparece en cualquier adorno navideño, 'made in China', por supuesto. Una homogenización que ha ido a la par de un progresivo vaciado del sentido de la Navidad . Todos –o casi todos- celebramos la Navidad, pero cabría preguntarse si sabemos lo que se celebra. Porque los muñecos de nieve o de jengibre, los Papá Noel, los elfos, los renos o los enanos que decoran nuestras calles o casas, nada tienen que ver con lo que es la verdadera Navidad, la que da sentido a la alegría, a los deseos de paz, de amor, de ternura con que llenamos, con mayor o menor sinceridad, nuestros labios. Para entender qué es la Navidad hemos de realizar un viaje en el tiempo y en el espacio. Trasladarnos al pasado, a hace dos mil años, a un pequeño pueblo de Judea -Palestina se denominaría un siglo más tarde, bajo el emperador Adriano-, Belén, de donde procedía la familia del rey David, de quien descendía uno de nuestros protagonistas, un joven carpintero llamado José. Habían pasado los tiempos de libertad, y los israelitas, como tantas veces a lo largo de su historia, estaban sometidos al yugo del Imperio Romano. Allí, obligado por el edicto de Augusto que mandó a sus súbditos judíos que se empadronasen, llegó, procedente de Nazaret, donde vivía, con su recién desposada mujer, María -embarazada de nueve meses-, ese vástago venido a menos de la dinastía davídica. En aquel Belén lleno de gentes que acudían a cumplir el mandato imperial, era imposible alojarse, y para complicar las cosas, a María le llegó el momento del parto. No tuvieron más posibilidad que refugiarse en una cueva que servía de establo, y allí, entre el heno y el forraje, María dio a luz a un pequeño («Caído se le ha un Clavel, hoy a la Aurora del seno ¡qué glorioso que está el heno, porque ha caído sobre él!» escribiría Luis de Góngora), destinado a cambiar la historia, Yeshua, Jesús, que significa 'Dios salva'. Porque aquel niño, de cuyo alumbramiento sólo fueron testigos unos pastores, era el Mesías que Yahveh había prometido a su pueblo ; el Emmanuel, 'Dios con nosotros', que anunció Isaías en otro momento de gran dificultad para el pequeño reino de Judá. Ese niño que, con los brazos abiertos, recibía a aquellos marginados de la historia , sería el mismo que, unos treinta años más tarde, los volvería a abrir en la cruz, para acoger a toda la humanidad necesitada de salvación, celebrando, en su entrega como cordero inmolado, la auténtica Pascua, de la que Pascua histórica de Israel, la conmemoración de su salida de la esclavitud de Egipto, había sido sólo un anuncio. Este es el verdadero significado de la Navidad, la celebración de una Pascua, en una noche santa («no la debemos dormir» canta un villancico), que apunta y anticipa la noche de la Pascua de Resurrección. Sólo cuando somos conscientes de ello, podemos celebrar con gozo, con alegría desbordada y desbordante, con esperanza y con verdadero amor a los demás, la Navidad. Quizá si esto lo tuviéramos claro, no habría tanto 'Grinch' que odia estos días; no nos dejaríamos arrastrar por el consumismo alienante que nos esclaviza ; no sería, para muchas personas, un tiempo de tristeza, porque están solos, porque su familia está rota, o porque están azotados por el dolor. Porque el niño de Belén es el rostro cercano del Amor que sana las heridas más profundas del corazón humano, del que quiere hacer pesebre donde recostarse. Por eso vale la pena desearnos ¡Felices Pascuas! y celebrar estas fiestas. Y al mirar cualquier árbol de Navidad, recordemos que no es un simple adorno, sino un símbolo de Cristo Salvador, con su verde que evoca la eternidad, sus adornos que son evolución de las manzanas con las que originalmente se decoraban –la manzana del Paraíso, imagen del pecado destruido en otro árbol, el de la cruz- y sus luces, que nos hablan de quien se presenta como 'Luz de mundo'.