Memoria, concordia y confianza

El Mensaje de Navidad de Su Majestad el Rey en 2025 ha sido el más breve desde su proclamación en 2014. Breve y, precisamente por ello, singularmente contundente. En poco más de nueve minutos de intervención efectiva, Felipe VI condensó una reflexión de gran densidad política y moral, ajustada al momento que vive España y coherente con la función constitucional que le corresponde como Jefe del Estado. No hubo digresiones ni adornos superfluos: el Rey fue al núcleo del problema -el estado de nuestra convivencia- y lo hizo con la serenidad de quien habla desde la experiencia histórica y la responsabilidad institucional. El eje del discurso fue la reivindicación de la Transición como fundamento de la democracia que hoy disfrutamos. No se trató de una evocación ritual, sino de una afirmación deliberada de su vigencia. Al recordar que se cumplen cincuenta años del inicio de aquel proceso, Felipe VI subrayó que la Transición fue, ante todo, un ejercicio colectivo de racionalidad, diálogo y renuncia, en el que el pueblo español asumió plenamente su soberanía. De ese impulso nació la Constitución de 1978, definida por el Rey como un marco lo suficientemente amplio para dar cabida a nuestra diversidad. En tiempos de revisionismo interesado y de deslegitimación sistemática del pacto constitucional, esta defensa explícita adquiere un significado político indiscutible. El escenario elegido -el Salón de Columnas del Palacio Real- reforzó ese mensaje. Allí se firmó en 1985 el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, otro de los grandes consensos nacionales. Felipe VI vinculó con acierto ambos hitos: la Transición y Europa como pilares de nuestra libertad, prosperidad y estabilidad democrática. No es una coincidencia menor que, en un contexto marcado por la crisis del multilateralismo y la erosión de las democracias, el Rey reafirme la apuesta por Europa como espacio de valores y de futuro compartido. Pero el discurso no se quedó en la memoria. El Rey descendió al presente con una advertencia clara: existe una tensión creciente en el debate público que genera «hastío, desencanto y desafección» entre los ciudadanos. No mencionó nombres, pero el destinatario del mensaje fue inequívoco. Cuando Felipe VI alude a la degradación del lenguaje, a la falta de respeto y a la incapacidad para escuchar al discrepante, está llamando la atención a una clase política instalada en la confrontación, más preocupada por el rédito inmediato que por la convivencia a largo plazo. Es un aldabonazo que conecta con un sentimiento ampliamente compartido por la sociedad española. En uno de los pasajes más significativos del mensaje, el Rey recordó que España «ya ha estado ahí». La referencia no es abstracta ni banal. Cuando advierte de los riesgos de la desconfianza y de la ruptura de la convivencia, está aludiendo a nuestra historia más dolorosa, a la Guerra Civil y a las consecuencias devastadoras de la división. Felipe VI no necesitó mencionarla explícitamente para que la alusión fuera clara. Ese recordatorio actúa como una línea roja moral: no todo vale, porque sabemos adónde conduce la erosión sistemática de la concordia. Frente a ese riesgo, el Rey propuso un antídoto clásico y, al mismo tiempo, exigente: la confianza. Confianza entre ciudadanos, en las instituciones y en el proyecto común que es España. Pero no una confianza pasiva, sino activa y responsable. Por eso interpeló a todos -sin excepción- sobre qué puede hacer cada uno para fortalecer la convivencia y qué límites no deben cruzarse. En esa apelación se incluye de manera especial la exigencia de ejemplaridad a los poderes públicos, una constante en el magisterio cívico de Felipe VI desde el inicio de su reinado. El discurso fue también sensible a las preocupaciones materiales de los españoles: el coste de la vida, la vivienda, la incertidumbre laboral, el impacto del cambio climático. Sin embargo, el Rey evitó convertir el mensaje en un inventario de problemas. Su propósito fue otro: recordar que ninguna de esas dificultades puede afrontarse con éxito desde la división y el ruido, sino desde acuerdos básicos y una visión compartida de país. La brevedad del mensaje no le restó profundidad; al contrario, la reforzó. En una Navidad marcada por la polarización política y la fatiga social, el Rey ejerció de nuevo su función arbitral y moderadora, ofreciendo una brújula moral asentada en la memoria histórica, la defensa de la democracia constitucional y la advertencia serena sobre los peligros de la discordia. Un mensaje conciso, sí, pero cargado de significado y de responsabilidad institucional.