Volver para contarlo

Mi padre, que siempre nos amenazaba con morirse para que le echáramos de menos, acabó cumpliendo su amenaza justo unos días antes de Nochebuena, hace ya diez años. Hace veintiuno, un poco antes de Nochevieja, llegó mi hijo mayor, para convertirse en la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son, como nos enseñaba Protágoras. Unos años más tarde llegó su hermano pequeño, para compartir peso y medida, relativismo y subjetivismo, pero eso es ya otra historia. En mi memoria, mi padre y mi hijo, además de llevar el mismo nombre,comparten el final de diciembre, estos días oscuros en que anochece tan pronto que dan ganas de encerrarse en casa y olvidarse del mundo, solo que el mundo no lo permite. Diciembre es un mes complicado, por una parte, invita a la reflexión, al balance, a dejarse mecer por los jirones de niebla con que amanecen los días; pero, por otra parte, cada año antes, las calles se llenan de luces y de gente dispuesta a envolverte en una alegría que no se sabe muy bien dónde nace ni tampoco adónde va. De un modo u otro, es difícil escapar al solsticio de invierno y su reclamo. La llegada de mi hijo me convirtió en otra persona distinta, ni mejor ni peor, solo distinta, alguien quizá con más empatía, también más miedosa, más vulnerable y al mismo tiempo más fuerte. La muerte de mi padre me envolvió en una tristeza pegajosa y negra, una ausencia incubada desde hacía años que ahora estallaba para desposeerme de la mitad de mi título de hija. No recuerdo una Navidad más feliz que la de hace veintiún años. Tampoco una más triste que la de hace diez. Ahora mismo, este año, este día, he aprendido a vivir sabiendo lo que esconde el dolor, de qué es capaz la alegría. No sé por cuánto tiempo. En realidad, para acabar con otro filósofo, solo sé que no sé nada, y esa ignorancia crece a pasos agigantados. Soy la suma de las navidades de mi infancia, de las de la muerte de mi padre y la llegada de mi hijo, las que ha habido en medio, las que vendrán, sean como sean. He conocido las ganas de no saber del mundo y el deseo acuciante de escuchar su llamada. Se puede sobrevivir al exceso de luces en las calles, al exceso de felicidad impostada, también al agujero negro donde no hay ni luces ni impostura. Se puede sobrevivir a todo, y volver para contarlo. Eso trato de hacer cada diciembre. Lo mismo les deseo, celebren lo que celebren, huyan de lo que huyan. Sobrevivan al solsticio. Vuelvan para contarlo. Feliz Navidad.