Madrid no suele conceder segundas oportunidades. El fracaso se tatúa en la memoria de los madrileños y eso impide que uno aparque sambenitos y etiquetas. Y muy posiblemente eso le ocurrió a Rafael Cansinos Assens (Sevilla, 1882), que nunca llegó a ser triunfador, aunque tampoco quiso serlo . Lo suyo era resistir. A todo. A todos. Incluso a él mismo. Su casa de Sevilla era una biblioteca. También marcó una vida en la que la distancia andaluza impregnaría su mirada de una tristeza natural. Renunciar a Sevilla es renunciar a la felicidad y eso le ocurrió a este escritor y traductor que hizo de Madrid su trinchera de por vida. Cuando puso un primer pie en la ciudad, en 1898, el país padecía la resaca de nuestras derrotas de ultramar. La urbe era un lugar que prometía mucho y cumplía poco, y Cansinos aprendió que si la escritura no le daba de comer, la ciudad tampoco le daría ni un mendrugo de pan por simplemente leer. Así que se echó a la calle para dialogar, escuchar, opinar, influir y redactar. Vivió en malas pensiones del centro. Pateaba a diario Lavapiés, Sol, Huertas y la calle Alcalá. Y lo hacía como si corrigiese un texto: despacio, atento. Pasaba las tardes en el café Colonial, escribió sus primeras obras, como 'El candelabro de los siete brazos', donde cada frase era también la incógnita de un pasado judío que quiso entender para saber de dónde venía. Era un modernista, un autor impregnado de simbolismo al que el mismísimo Borges llamaba maestro. Aunque no sabemos si por admiración o porque se acercaba en su persona a la de Rita Hayworth. Se hizo periodista porque se metía dentro de la obra de cada escritor que admiraba: Villaespesa, Juan Ramón Jiménez, Emilio Carrere, Felipe Trigo, Rubén Darío, Rafael Lasso de la Vega, Gregorio Martínez Sierra, Carmen de Burgos, Ramón Gómez de la Serna, Antonio Machado y Manuel Machado fueron algunos de sus colegas. Y la erudición pasó también a formar parte de su modo de vida. Se hizo traductor y consiguió españolizar diecisiete idiomas. Algunos de los autores que tradujo fueron Dostoievski, Schiller, Goethe, Balzac o Andréyev. También trabajó obras de Max Nordau, Dumas, una antología del Talmud, Gorki, Pirandello, Maquiavelo, Claudio Flavio, Lombroso y Emerson, entre otros. Era un asceta, un cultivado y añejo sabio que no quiso irse a París cuando todos lo hicieron y que siguió extrañando Sevilla desde un Madrid que estaba a punto de estallar. La Guerra Civil lo encontró aquí. Pasó hambre, miedo y silencio. No militó. Observó. Después, en la posguerra, cuando el olvido se convirtió en norma, escribió 'La novela de un literato' (1944–1946), unas memorias sin indulgencia donde retrata a la bohemia madrileña con nombres, fechas y decepciones exactas. Es uno de los libros más lúcidos —y menos cómodos— sobre la vida literaria española del siglo XX. Arca ediciones lo ha reeditado y es una enciclopedia de vida literaria en sí misma. Como a su pupilo Borges, la ceguera llegó de forma progresiva en los años cuarenta. Lejos de retirarse, emprendió su obra más desmesurada: la traducción completa de la Biblia, publicada en 1957. La hizo dictando, revisando de oído, apoyado en una memoria prodigiosa. Vivía entonces en Lavapiés, en un piso modesto. Hay quien lo vio caminar del brazo de su esposa, reconociendo las calles por el ruido, los olores y las pendientes. Barrio de cuestas barrio de pobres. Se cuenta que a finales de los años cincuenta, un joven se le acercó en la Puerta del Sol para pedirle consejo literario. Cansinos respondió sin solemnidad: «No tenga prisa. La prisa estropea casi todo». Y tanto si lo hace. Por eso Madrid a veces estropea las pretensiones. Murió en estas calles en 1964, pobre, respetado por unos pocos, ignorado por muchos. No dejó escuela ni monumentos. Dejó páginas. Y una ciudad escrita desde dentro, sin épica ni consuelo. Porque Cansinos no fue un escritor de ruido. Fue un escritor de vigilia. Madrid lo desgastó, sí, pero también lo sostuvo. Y en ese equilibrio incómodo, entre hambre, fechas y palabras, se dedicó por completo a la literatura que de verdad importa. Escribió poesía, ensayos, novelas, traducciones, memorias, diarios y antologías. Escribió todo y nunca abandonó esta ciudad que le hizo de esa forma de «persona rara», como lo catalogó el régimen de Franco a primeros de los cuarenta. Una persona rara que Madrid no ha entendido todavía la forma de honrarle.