Recuerdo que la Navidad ha sido, desde pequeño, sinónimo, no sólo de familia, sino también de música. De cantar sin saber cantar. De buscar la unión a través de la pandereta, la zambomba y la botella de anís, que, como no podía ser de otra forma, a esas horas ya estaba vacía. Y recuerdo incluso, cuando era bastante pequeño, que íbamos a las casas de los vecinos de mi bloque a cantar con ellos y a que nos convidaran a algún mantecado que otro. El aguinaldo que se decía. En esos tiempos donde todavía el burrito sabanero no nos había invadido. La música, como digo, ha sido parte intrínseca de la Navidad en esta ciudad, pero esto se está perdiendo. Aunque la tarde de nochebuena pude contemplar en calle Capitán un grupo de jóvenes que entonaban villancicos aportando un rayo de esperanza ante la extinción previsible de esta tradición, sé que esto está en decadencia y que esta tradición va camino de morir. Sin embargo, aceptaría que esto sea una indeseable evolución natural, pero lo que no me parece de recibo es que en el bando de Navidad, el Ayuntamiento nos prohíba cantar. Ni siquiera se prohíbe cantar mal, que es algo que entendería. O cantar a un volumen excesivo. Es que se prohíbe cantar, aunque uno lo haga bien y flojito. No sé si se pretende evitar molestias a los vecinos o si se pretende que los que nos visitan no sientan que están en Andalucía. Quizá estamos intentando confundir a los turistas y convencerlos, a la fuerza, de que estamos en Dublín, con tanto pub irlandés y tanta Guinness. Pero yo no concibo una Navidad sin que, aunque sea de fondo, un tenedor choque rítmicamente los salientes de la botella de anís. Villancico o barbarie. Y al que no le guste, que no venga.