La laicidad es el primer fundamento de la democracia. Porque promueve la independencia del Estado respecto de la religión, es decir, de lo público respecto de las creencias personales, incluidas las religiosas; y nada más privado ni más personal que las creencias o increencias de cada quién. Otra cosa es que se impongan ideas o creencias desde la infancia, en un adoctrinamiento que no puede interpretarse de otro modo que como una absoluta falta de respeto a la libertad de pensamiento y a la libertad, personal y social; y también a la libertad política. Porque, por si alguien hay que no esté al tanto, religión es política, y no precisamente de tendencias humanistas ni democráticas. Cuanta más presencia religiosa hay en un país (directa o solapada), de menos democracia goza. Es absolutamente elocuente el hecho de que los países más democráticos del mundo (los países nórdicos) son también los países más laicos, y con mayor número de ciudadanos ateos; sencillamente porque la presencia religiosa es mínima, y está alejada de las instituciones. Todos nacemos ateos, pero se nos imponen creencias de tal manera que nos consideramos cristianos, católicos, budistas, musulmanes o judíos sólo dependiendo del lugar en el que nacemos y de la religión que se nos impone. La gran mayoría de ciudadanos franceses, por ejemplo, no son católicos, sencillamente porque Francia es un país laico que tiene una Ley, la llamada Ley de 1904, de separación de Iglesias y Estado. Es decir, en Francia, por ley, se prohíbe la injerencia de la religión en los asuntos de Estado y, por supuesto, los centros educativos públicos están libres de religión. En el mundo actual se calcula la existencia de unas 4.200 religiones. De ellas, las religiones abrahámicas, que son las más extendidas y con más adeptos, hacen política desde sus propios orígenes. En el caso del Islam se percibe a simple vista; igualmente se percibe en el caso del cristianismo. Algo tan llamativo como el final de las democracias antiguas del mundo clásico en el siglo IV, y muchos siglos posteriores de teocracia, regresión y oscurantismos (que Catherine Nixey llama "la edad de la penumbra") acreditan la influencia contundente de la religión cristiana en Occidente. Y, aunque difunden un mensaje de supuesto amor al prójimo, la realidad histórica es radicalmente la opuesta. Las religiones monoteístas, todas, apoyan a los totalitarismos y se oponen a las democracias, a los derechos humanos y civiles, al avance moral, y a cualquier forma de progreso; como afirmaba el periodista y escritor noruego Helge Krog, la Iglesia sólo acepta el progreso allá donde ya no puede impedirlo. No hace falta ser superdotado intelectual para interpretar siete siglos de "santa inquisición", setecientos años de terror sufridos en Europa, y posteriormente en América, como un horror que nada tiene que ver con el amor al prójimo, ni la moral ni nada que se le parezca. Sin embargo, seguimos otorgándoles a las organizaciones religiosas la potestad de dirigir y difundir las cuestiones morales de nuestras sociedades, de nuestras...