Sólo por una noche, como las reinas verdaderas, la strophocactus wittii allí, en la Amazonía, abre sus pétalos finísimos, néctar cristal brillando, dónde, en el plenilunio, de puro blanco, de desdén de Diosa no tocada, de fragancia densa, delicia, cuentan, semejante al jazmín, esencia que seduce a los depredadores. Y sólo por dos horas de la noche, como las reinas incansables, iluminados sus dominios, la strophocactus se enjoya. Ahora aléjate, sí, aléjate: ha mudado su bálsamo, un hedor la señala, cambia al desprecio, a la fetidez y se cierra, se olvida que vivió como una reina perfumando, como una Diosa: quiso ser tocada. Sólo fue efímera. Mi niña coge la Luna con dos dedos. La que nació conmigo en la cazuela del amanecer… Ah, estuve de parto toda la noche. –Es muy pequeña, dice, cabe en mi boca (se refiere a la Luna), entre mis ojos, puedo guardarla en la cajita antigua de los deseos–. ¿Qué problema tiene en atrapar la Luna si flotaba en el vientre maravilloso de otra luna y quien le sonreía, mientras enseñaba sus caninos, la aceptaba como una de los suyos? No la conocerías ahora; desde su rama de árbol de Gato de Cheshire, alineados sus colmillos blanquísimos, me mira maliciosa mientras pregunta: ¿Dónde quieres ir?