La suerte me permitió escuchar y releer, hace unos pocos días, la poesía elevada, casi religiosa, de Ana Blandiana, con su presencia seráfica y una voz llena de compasión hacia los seres; y, de modo notable, hacia las “cosas” animadas e inanimadas… la hoja marchita, la sombra cambiante o la luna que cae y rueda en el cielo. Yo sabía, desde que leí El arcángel manchado de hollín (Galaxia Gutenberg, 2021), que sus poemas poseían una extraña pureza sensible, no una pureza química y abstracta, no la pureza mallarmeana, sino aquella que surge cuando los cinco sentidos saltan al Sentido, al Significado, al Misterio y brota una realidad esencial, viva e inevitable, con una luz diferente. Pero no me había percatado —y ahora lo percibo en Se hace silencio en mí (Visor, 2024)— de que su intensa claridad alumbra, tanto nuestro tiempo inmediato, nuestro aquí y ahora insoslayables y únicos, como lo otro, lo invisible, nuestros actos con su libertad y riesgos, el pasado perdido y el futuro inconcebible, aquello que está siguiéndonos de modo impalpable o aproximándose en forma inquietante e insegura: “Desde que tengo memoria,/ el tiempo/ ante mis ojos/ no tiene claro/ en qué dirección fluir…/ gira hacia adelante o hacia atrás,/ hacia un extremo u otro,/ambos igual de desconocidos,/ ambos imposibles de imaginar”. En la poesía de Blandiana hallamos la precisión del habla y de la mirada que nunca renuncia a la apertura hacia lo impreciso. Sabe que, en todo gesto genuino, en todo acto verdadero, hay una ambigüedad inevitable y que, cuando deseamos ir hacia adelante, deseamos volver atrás, a nuestra casa, a nuestro origen; y que, cuando decidimos no movernos, no cambiar, avanzamos de manera obligatoria —envejecemos— y el fin es nuestro premio. Esta mezcla, por decirlo así, de fenómeno y nóumeno, de analítica y dialéctica, de transparencia y oscuridad crea en los poemas de Blandiana una ternura desamparada o un silencio sorprendente y sorprendido que nos invade con un sentimiento de igualdad ante lo grande y lo pequeño, en un estado de comunicación dichoso y desesperado. Así, volvemos a descubrir que, perteneciendo al ser de todas las cosas, no somos como la primavera ni como el invierno ni como los ángeles que siempre tienen un regreso o una nueva visita que hacer. Ellos vuelven, en uno o en otro momento, a través de los círculos, de las estaciones, de la liturgia de la materia o el espíritu. Pero nosotros marchamos de manera lineal, pasamos de una estación a otra, sin retorno, sin auténtica rima. Siendo Blandiana inconfundible, cuando la leemos sentimos tanto a Rilke. Desde luego, por los ángeles y los pegasos y, quizá también, por su reflexión sobre lo extraño que es, como dijo el autor de Elegías, “no seguir deseando los deseos”. En un inédito simbolismo poderoso, en una intensificación del romanticismo, en el que lo ideal y lo real están fundidos, él y ella comparten la experiencia de contemplarse y contemplarnos en nuestra forma peculiar de estar en el tiempo, de transcurrir en lo que no tiene vuelta y, en realidad, es un descenso: “Soy/ lo mismo que/ la arena de la clepsidra/ que/ puede ser tiempo/ sólo/ en/ la caída”.AQ / MCB