“Llegó como desconocida”, me dijeron en el Instituto de Ciencias Forenses de la Ciudad de México. Reclamé: ¿Por qué desconocida? Yo llamé al 911 y repetí su nombre una y otra vez cuando declaré en el Ministerio Público de la Gustavo A. Madero: Mónica Beatriz Maristain Melussi, Mónica Maristain Melussi… La conozco desde que llegó a México, a finales de 1999.—Lo que sucede —me explicó el funcionario que me atendió— es que, como no hubo un familiar directo que reconociera el cuerpo en el MP, la tuvieron que traer aquí —al INCIFO— en calidad de desconocida.Grité, inconforme, pero lo importante era que, después de días trámites y largas esperas, por fin nos iban a entregar el cuerpo de esa “desconocida” que sí tenía un nombre, un clan que la extrañaba, una familia social que la lloraba en México y una familia de sangre que la lloraba en España y en Argentina. Mónica murió sola, pero no estaba sola, es necesario subrayarlo. Desde que llegó a México se dedicó a construir una amplia red de amigos y colegas.¿Desconocida? La conocí hace veinticinco años. Entonces ella trabajaba en la AFP (Agence France-Presse) y yo cubría la fuente de cine para MILENIO. Fue ella quien me enseñó a mirar el cine latinoamericano con otros ojos, a entender un cine que comenzaba a hacerse visible en el mundo por su fuerza y su talento.Mónica me dio las primeras herramientas para pensarlo y apreciarlo. Más adelante, como parte de ese mismo vínculo, me sumó a su equipo en Playboy, cuando fue editora de la revista, y me dio una columna de cine, a la que llamé “Defectos especiales”.Tengo demasiada historia con ella como para aceptar que alguien me dijera que no era parte de su familia. Tal vez no compartimos apellidos, pero sí una hermandad real, de esas que se construyen con el tiempo y la complicidad, con la memoria y con el corazón. ***Ese lunes 15 de diciembre desperté con el nombre de Mónica en la cabeza. Llevaba más de una semana sin tener noticias suyas. Desde que estuvo en la FIL de Guadalajara dejó de contestar mis mensajes. Y es que, a su agenda saturada de entrevistas para su sitio MaremotoM y de citas por la publicación de su libro Leeré hasta mi muerte —un título que resultó profético—, se sumó un golpe devastador, la muerte de su hermana Laura. Me lo dijo en el último mensaje que me envió: “Ara querida, murió mi hermana Laura. Lloro infinitamente”. Después, el silencio.El martes 16 miré su estado de WhatsApp. Su última conexión marcaba las 03:55 del 12 del 12. Fue entonces que llamé a Alicia Muñoz, publirrelacionista —quien dejó media vida en Universal y ahora ha fincado su propio proyecto de relaciones públicas de manera independiente—, que también tenía un fuerte vínculo fraterno con Mónica, para saber si ella tenía noticias suyas. Ante la negativa, decidimos ir a buscarla a su departamento, en la calle Fray Bartolomé de las Casas en la colonia Vasco de Quiroga, en el extremo norte de la ciudad. Al llegar, le preguntamos a su vecina si la había visto, nos dijo que no. Entonces le llamamos por teléfono, tocamos a su puerta, como no nos respondía le grité: “Si no nos abres vamos a entrar”. La puerta no tenía el seguro puesto, entramos y unos segundos después la vimos, estaba tendida en su cama. Al darnos cuenta de su estado, llamé al 911. Llegaron la policía y una ambulancia, y se la llevaron. Había muerto de un infarto al corazón, lo sabríamos después.Lo que siguió fue una semana de trámites, papeleo e incertidumbre. Al principio no sabíamos si lograríamos que nos entregaran su cuerpo. Existía la posibilidad de que no lo hicieran porque no éramos familiares directos. Mientras tanto, en Barcelona, su hermana Melina se movilizaba para tramitar un poder notarial que nos diera la facultad de reclamarlo.Entonces apareció José Alfredo Valdez, también amigo de Mónica. Él tenía un contacto directo en la fiscalía, le envié el trámite de la notaría en Barcelona y su intervención fue decisiva para que el proceso avanzara y nos ahorrara, por lo menos, una semana más de espera.El camino fue difícil, no solo por la infinita burocracia, sino por todo lo que ocurre alrededor mientras uno se encuentra ahí. En las oficinas de la GAM había otras familias, otros dolores. Gente sentada durante horas. Paredes cubiertas de carteles de personas desaparecidas que, al mirarlos con atención, nos revelaron algo inquietante: una colonia se repetía una y otra vez en los avisos, Providencia… Providencia.En todo este proceso entendí que no hay espacio para la empatía; que, entre tragedias y dolientes, para las autoridades solo somos un número, un expediente, una carpeta que cambia de manos. En el Instituto de Ciencias Forenses, donde estaba Mónica, pasamos casi diez horas para que nos entregaran su cuerpo. A mi lado, unos padres aguardaban para recoger el de su hijo, quien se había electrocutado el día anterior. Era albañil. Lo llevaron en auto de hospital en hospital y en ninguno lo quisieron atender, hasta que llegaron al de Balbuena, donde murió poco después de un infarto.Tenían casi veinticuatro horas sin dormir. Pretendían llevárselo ese mismo día, pero a las seis de la tarde les dijeron que el turno había terminado, que regresaran después de la medianoche porque ya no los atenderían. Una sola persona se encarga del reconocimiento de víctimas. Una sola persona da este servicio por turno, en un instituto que da atención a una ciudad de más de veinte millones de personas.Al final, Mónica salió de ahí con su nombre. No como un expediente más, no como un número. Salió acompañada por quienes la quisimos y la seguimos nombrando. De quienes la despedimos en Gayosso de Félix Cuevas, con risas al recordar su carácter, sus anécdotas; con admiración al pensar en su irremediable solidaridad con sus amigos y colegas; la despedimos con música, con poesía, con tristeza. Brindamos por ella y le dijimos que la extrañábamos.AQ / MCB