A Sara Poot Herrera, mexicanistaLa querella de las mujeres en el arte latinoamericanoHablar de la querella de las mujeres en el arte latinoamericano es indagar en una lucha encarnada en las obras, los cuerpos, los silencios, el grito; en cada gesto plasmado por creadoras de este continente. Una querella que por su ubicación se vuelve también decolonial: la disputa por la imagen, por la representación, por la voz dicha desde una historia. Es adentrarse en una batalla que se ha librado desde las artes visuales, la literatura, el performance, el cine, entre otras expresiones, siempre con la mirada puesta en cómo las mujeres han reclamado, reafirmado y reconstruido su presencia tanto en el espacio público como en el simbólico.Durante el siglo XIX y hasta mediados del XX, el arte latinoamericano estuvo dominado por representaciones masculinas de la realidad: la mujer era símbolo, no creadora. Cuando el arte se consolidaba como un instrumento de identidad nacional, las mujeres fueron musas, alegorías, símbolos de la patria. Aparecían en lienzos como figuras idealizadas: la madre, la virgen. Pero raras veces se les reconocía como creadoras. Las primeras décadas del siglo XX fueron determinantes. Algunas artistas comenzaron a abrir grietas en este sistema patriarcal. En México, por ejemplo, “María Izquierdo irrumpió en los años treinta con una voz propia, desafiando el monopolio muralista de los hombres”, diría Raquel Tibol. “Mientras Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros pintaban la epopeya del pueblo, Izquierdo representaba el universo íntimo, doméstico, los símbolos de lo femenino que la modernidad despreciaba. Su obra fue una querella silenciosa contra el patriarcado cultural de su tiempo: ‘Se me ha querido negar el derecho de ser pintora independiente —dijo alguna vez—, pero yo seguiré pintando con la fuerza de mi corazón’ ”.En ese mismo periodo, desde otras latitudes, Emilia Bertolé y Raquel Forner, en Argentina, abrieron caminos entre el modernismo y la vanguardia, mostrando que el arte podía ser también un espacio de subjetividad femenina. Forner plasmó la guerra y la violencia desde la mirada del cuerpo femenino, cuestionando la narrativa épica masculina que dominaba los discursos artísticos de la época. “Necesito que mi pintura sea un eco dramático del momento que vivo”, decía. En Brasil, Tarsila do Amaral causó admiración con la obra Abaporu, que dio origen al movimiento antropofágico en que lo femenino se mezclaba con lo indígena y lo mítico, cuestionando la hegemonía cultural europea. Mostró cómo la cultura local podía absorber, reinterpretar y devorar influencias europeas, creando una identidad artística autónoma y femenina. Estos ejemplos muestran cómo la querella no se acotaba solamente a la esfera teórica, sino que se materializaba en la obra, en la elección del tema, en la forma de mirar y representar. No obstante que estas artistas no hablaban aún en los términos de género que se usan en la actualidad, sus obras ya planteaban una pregunta crucial: ¿quién tiene derecho a mirar y a representar? ¿Desde dónde se construye la imagen de la mujer en un continente mestizo y desigual?La segunda mitad del siglo XX marca un hito para la visibilidad de las mujeres. Fue el momento en que se tuvo acceso al espacio público. A partir de los años sesenta y setenta, en plena efervescencia política y social, la querella de las mujeres en el arte latinoamericano se radicaliza. Surge un arte feminista, corporal, performativo, que pone en el centro la experiencia femenina a través del cuerpo y la denuncia. México se suma a las tendencias del arte colectivo al tomar conciencia de la violencia de género que prevalecía. Mónica Mayer y Maris Bustamante fundan Polvo de Gallina Negra, el primer grupo de arte feminista del país. Sus acciones —humorísticas y críticas— cuestionaban la invisibilización de las mujeres en los museos y en los medios. Estas artistas transformaron el performance en un espacio de crítica social y visibilización de los roles de género. De gran relevancia fueron las acciones de Mónica Mayer, quien mantenía contacto con otros colectivos y artistas en el extranjero, como Judy Chicago, pionera del arte feminista en Estados Unidos. Así, en 1977 monta la primera exposición feminista en el país, Collage íntimo, en la Casa del Lago. Esta propuesta, así como su instalación El tendedero, respondieron a una preocupación colectiva de la artista y sus congéneres femeninas hacia la violencia sexual y el acoso.En Argentina, Marta Minujín reescribía los límites entre arte y vida, entre alta cultura y cultura popular, desde una mirada irreverente, cosiendo almohadas, colchones y otras figuras de colores vivos convertidas en instalaciones. En Chile, Lotty Rosenfeld intervino el espacio urbano con acciones que cuestionaban la autoridad y la violencia política, transformó las calles en lienzos de protesta, cruzando la línea del tránsito para marcar con su cuerpo la presencia política de las mujeres bajo la dictadura. Y en Cuba, Ana Mendieta, exiliada en Estados Unidos, inscribía su cuerpo en la tierra, en el barro, en la sangre, con una serie de obras performáticas llamadas Siluetas. El cuerpo femenino en Latinoamérica fue representado como campo de batalla, pero también como un territorio de reapropiación y renacimiento. Estas artistas llevaron la querella al extremo: ya no se trataba solo de reclamar un lugar en la historia del arte, sino de transformar la noción misma de arte, de obra, de autoría. Fueron ellas quienes pusieron de manifiesto que la querella no solo se articula desde la reivindicación del derecho a crear, sino desde la transformación del arte mismo, sus soportes y significados. Convirtieron el arte en un acto de resistencia ontológica.Mujeres radicalesEl periodo que va de los años sesenta a los ochenta es clave en la historia de América Latina. Aquí se gestaron los proyectos más significativos en cuanto a la batalla y discusión del papel de la mujer en los escenarios del arte como vehículo de resistencia, tanto en el terreno histórico como del arte contemporáneo. Muchos países del continente enfrentaban dictaduras y guerras civiles con terribles consecuencias para la población. Artistas fueron víctimas de desapariciones forzadas, censura, autoritarismo, violencia, tortura. Al refugiarse en el arte como única posibilidad de denuncia, hicieron importantes aportaciones a la renovación de medios tradicionales como la pintura y la escultura. Otras optaron por nuevos formatos como el videoarte, el performance o las prácticas conceptuales. Artistas originarias de países como Perú, Panamá, Venezuela, Chile o Argentina aportaron propuestas relevantes, en muchos casos confrontando la situación de violencia ejercida por regímenes dictatoriales. En México, destaca la presencia de Lourdes Grobet, Graciela Iturbide, Mónica Mayer, Pola Weiss, por mencionar a unas cuantas. La pintura y la gráfica, el collage, la cerámica, la fotografía, el video y la instalación, fueron soportes recurrentes con temas centrados en el cuerpo femenino. El autorretrato se convirtió en una forma importante de autoexpresión y cuestionamiento sobre los cánones de la belleza y la identidad femenina. Asimismo, proliferaron imágenes alusivas de mujeres que enfrentaron formas de opresión social y política más allá del género, de la represión hacia comunidades indígenas y transgénero, entre otros grupos sojuzgados. Hay que subrayar que algunas de estas precursoras ejercieron un feminismo soterrado que a menudo fue visto como una ideología burguesa y foránea; pocas lo abordaron abiertamente. La artista cubana Tania Bruguera afirmaba: “El arte hecho por mujeres es considerado, en un primer momento, insignificante, una malcriadez, un problema hormonal. Las mujeres en la segunda mitad del siglo XX han logrado, a través de su arte, espacios que no hubieran podido conseguir desde el ámbito doméstico, e incluso desde los espacios sociales que existen para ellas. Ha sido una manera de ganar terreno”. El performance y la instalación como manifestaciones de protesta tuvieron un momento sustantivo y de gran visibilidad en el trabajo de Bruguera, en buena parte dirigido a la transformación de cuestiones políticas y legales que afectan a la sociedad, preguntándose si el arte puede cambiar el curso de algo, si influye en la manera en que una persona ve el mundo, si transforma sus hábitos políticos. Sus actos performáticos adoptaron la idea del cuerpo como forma de resistencia: “El cuerpo es lo único que se tiene cuando no puedes hablar, cuando no eres valorada”.La querella de las mujeres en nuestros díasEn el siglo XXI, la querella de las artistas latinoamericanas sucede a partir de una conciencia feminista, decolonial, ambiental, indígena, disidente. En la pintura de Adriana Varejão, de Brasil, se exhiben heridas, pieles rotas, mosaicos que sangran, recordándonos las fracturas de la colonización. Otras convierten el performance en activismo, desafiando las estructuras de poder. La colombiana Doris Salcedo hace lo propio con instalaciones en el espacio público en las que utiliza muebles, ropa, flores, asociados a la violencia, el racismo y el colonialismo. Artistas mexicanas como Lorena Wolffer o Magali Lara han trabajado el cuerpo como archivo político e integran autobiografía y política de género en el lienzo, la escritura y el performance. Su arte no solo reivindica la presencia femenina, interroga los mecanismos de exclusión, las jerarquías del gusto, la colonialidad del ver. En sus obras resuena una pregunta clave: ¿puede existir un arte emancipador mientras persistan las violencias estructurales sobre las mujeres y las diversidades?, diría Rita Segato.Leer el devenir de la creación de las mujeres desde la querella significa reconocer los silencios de la historia del arte, acercarse a los márgenes, escuchar las voces que no fueron registradas. Significa, también, interrogar la mirada patriarcal y colonial que durante siglos dictó qué era bello, qué era sublime, qué era arte. El pensamiento de escritoras y teóricas como Griselda Pollock, María Lugones, Nelly Richard o Lucía Guerra, invita a relfexionar sobre un arte feminista latinoamericano que no se reduce a un estilo o a un tema, sino al modo en que las mujeres han transformado la cultura desde los márgenes hacia el centro. Una epistemología visual que cuestiona las dicotomías entre razón y emoción, entre estética y política, entre arte y vida. En ese sentido, la querella ha sido constante.En esta era, cuando continúa la lucha por la igualdad, acercarse al arte producido por las mujeres que abrieron el camino para hacerse visibles y reclamar sus derechos resulta indispensable. Acaso el arte, en efecto, no puede cambiar las cosas, pero abre la posibilidad de una reflexión necesaria, sobre todo en México, un país donde el abuso hacia las mujeres y el feminicidio no se han resuelto ni en el ámbito de la justicia ni en el cultural.La querella de las mujeres en el arte latinoamericano no es un capítulo cerrado ni una moda curatorial. Es una conversación viva entre generaciones, una disputa ética y estética que atraviesa fronteras. Nos recuerda que cada obra hecha por una mujer en este continente —desde los bordados de las abuelas hasta las instalaciones contemporáneas— forma parte de una misma corriente subterránea de resistencia, una genealogía de lo sensible. “El arte es un lugar donde se puede hablar de lo que no se puede decir”, dijo Magali Lara, y así resume la esencia de esta lucha, porque el arte ha sido, y sigue siendo, el espacio donde las mujeres latinoamericanas y del mundo expresan lo indecible: el deseo, la violencia, la maternidad, la pérdida, la memoria, la alegría, la rabia. Se trata de un arte que no busca solo ser visto, sino transformar la mirada. Cada obra, en este sentido, intenta expresar lo que ha sido silenciado. Cada pintura, cada performance, cada foto o video, es un acto de resistencia. Cada gesto intenta decir: “Yo también estoy aquí”. Y esta afirmación, sencilla y radical, sigue siendo el corazón de nuestra querella.AQ / MCB