El tiempo no es un río quecantaes un pantano.Él se va terminando,yo también,todo, todo, (…)Idea VilariñoEl tiempo y sus formasEstamos hechos de tiempo. La identidad entre otras cosas es memoria, recordar es un ejercicio de la imaginación. Somos una mezcla de cómo interpretamos el pasado y construimos el porvenir. Los días corren, no solo transcurren. Mientras más edad ganamos, más prisa tiene cada instante. En la infancia, lentitud e intensidad son uno, la vida parece un sin fin, incluso hay aburrimiento. Pero llega la consciencia de lo fugaz, el fin de ciclos y de todo. Cambiamos, envejecemos, hay una certeza: vamos a morir.El tiempo no existe por sí mismo. Se acorta, alarga, va, regresa, se repite; todo depende de nuestras creencias, formación o cultura. San Agustín e Immanuel Kant nos dieron pautas para entender al tiempo como una expresión de la sensibilidad humana, como algo inherente a nosotros. El tiempo de lo humano nace de la subjetividad, no tiene constitución propia, es percepción, una herramienta para narrar. Para Kant el tiempo y el espacio son intuiciones puras del entendimiento, gracias a ellas podemos percibir, organizar y transmitir qué conocemos. El tiempo no existe fuera de la mente humana; es una lente para crear la realidad.La teoría de la relatividad de Einstein cambió la percepción del tiempo, nos obligó a quitarle su carácter lineal, absoluto, universal. Nos ha costado considerarlo como relativo, como una influencia del observador. La física cuántica lo explica de un modo aún más difuso, es una ilusión, emerge por la interacción de partículas y eventos. Stephen Hawking y otros científicos ven al tiempo como una propiedad emergente, no como una característica fundamental del universo. En ese sentido, el tiempo podría ser solo el resultado de cómo la mente interpreta los cambios y la secuencia de acontecimientos. Cada vez nos inclinamos más a reconocerlo como una forma de ordenar lo vivido. Sabemos poco de la vida, del tiempo, casi toda búsqueda de conocimiento ofrece más misterio que revelaciones. Diría Gabriel García Márquez: “La vida no es lo que uno vivió, sino lo que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.El tiempo de vida y su duraciónHay una creencia generalizada: la vida tiene principio y fin, pero eso no es una verdad absoluta. Hay organismos con existencia indefinida, pueden no morir. La Medusa Inmortal aspira a lo eterno. Revierte su ciclo de vida. Cuando alcanza la madurez sexual, si enfrenta estrés físico o ambiental, elige regresar a su estado de pólipo juvenil y luego vuelve a crecer hasta la edad adulta. Ese ciclo puede repetirse de manera indefinida sin ella envejecer. Hay un amplio debate científico y filosófico en torno a si la consciencia requiere de la vida para existir. ¿La consciencia persiste después de la muerte biológica? no lo sabemos. Aferrarnos a creencias, ideas, teorías, no solo frena el conocimiento, nos deja sin libertad.La mente devora incansable signos, crea símbolos, interpreta, comunica significados. No se aloja en una parte específica del cuerpo, nunca para. Es el infinito y la nada, no tiene límites, es abstracta, nos trasciende. Cuando nos asomamos a la complejidad, a lo inefable, también se despliega la incertidumbre y el miedo. Nuestro ser demanda asideros para palpar la vida con seguridad. Ese soporte nos lo dieron primero los mitos y después la ciencia.Los mitos y la ciencia reconocen los límites de lo humano, el misterio, lo inefable. Creer en un principio y fin es un artificio para disolver la nebulosa de las respuestas contingentes, nos ancla a algo, en medio de la nada o el infinito. Los rituales nos conectan con la vida, son un punto fijo en lo difuso; capas y capas de significados para ganar rumbo, sentido. Nos brindan estructura, dan la ilusión de control, de algo predecible, cíclico. Reducen la ansiedad ante la incertidumbre, calman las emociones negativas, nos preparan para acciones específicas, permiten planear el porvenir.Los rituales ordenan la vida. Detrás de cada uno de ellos hay un mito, nos recuerdan cómo lo humano está en la temporalidad, nuestra finitud es un punto fijo para contemplar lo trascendente. La experiencia de lo sagrado no es solo religiosa. Es la capacidad de abrirnos a experimentar fuera de lo habitual, sentirnos vulnerables es el umbral de lo divino.Tiempo sagrado y tiempo profano, fin e inicio de ciclosLas noticias de los primeros festejos de inicio y fin de año datan de Mesopotamia, dos mil años antes de Cristo. La celebración por la llegada del año nuevo era el festival babilonio de Akitu. Durante 12 días, al llegar la primavera, entre marzo y abril, se hacían rituales para dar la bienvenida a la renovación del orden cósmico. Así arrancaba la época de siembra y se buscaban favores divinos para asegurar la fertilidad. Las actividades habituales se detenían. Como nos hizo ver Mircea Eliade, se suspendía el tiempo profano para vivir lo sagrado.El calendario romano también se ligó a la agricultura. Su inicio era en marzo, hasta la instauración del Calendario Juliano creado por Julio César, en el año cuarenta y seis antes de Cristo. El emperador quiso solucionar, con el nuevo conteo del tiempo, el desfase y confusión entre el año solar y el ciclo agrícola. Ordenó estudios para lograr precisión y uniformidad en las actividades de todo tipo en el reino. También introdujo flexibilidad, aceptó la imperfección de su medida del tiempo, su falta de exactitud, con base en el año solar, solicitó añadir un día extra cada cuatro años y se le llamó, a ese año: bisiesto. El inicio de año se fijó el uno de enero. Ese día se dedicaba a Jano, el dios romano de los comienzos, los finales, las puertas, los umbrales y las transiciones. Jano tiene dos caras, mira en direcciones opuestas, tiene la facultad de ver el pasado y el futuro. Es una deidad solo romana, tiene control sobre todos los puntos de cambio: guerra-paz, vida-muerte.Los inicios y fin de ciclo son distintos en cada cultura, no coinciden en fechas. El año nuevo chino es una pequeña muestra. Pero también hay coincidencias. Los mexicas celebraban el inicio y fin de su ciclo solar con el Panquetzaliztli: el nacimiento de Huitzilopochtli. El Panquetzaliztli se celebraba en la decimoquinta veintena del calendario mexica. El advenimiento de Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra, coincidía con el solsticio de invierno y la Navidad occidental. La festividad incluía rituales para representar el mito de la deidad solar. En su culminación se distribuían trozos de una efigie de Huitzilopochtli entre la población, como símbolo del triunfo de la luz y la guerra. Todas esas características de los rituales después permitieron el sincretismo, la transferencia simbólica, con la Navidad y festejos de Año Nuevo. En Mesoamérica coexistían de manera muy compleja dos calendarios: el tiempo de los hombres y la persistencia de los dioses, cada 52 años ambos se volvían a sincronizar.El Papa Gregorio XIII hizo un nuevo ajuste al calendario de ciclos anuales de occidente. Como Julio César, quiso corregir un desfase, el de los años bisiestos. El Calendario Juliano consideró 365.25 días por año. De acuerdo con los conocimientos del siglo XVI, eso rompía la sincronicidad con el año solar y afectaba la fecha real del inicio de la Pascua. El cambio del Calendario Juliano al Gregoriano se realizó en 1582. Ese año se eliminaron en el orbe católico, sin más, 10 días, en Roma se brincó del 4 al 15 de octubre. La adopción del Calendario Gregoriano no fue inmediata, llevó siglos aceptarlo. Los países católicos se sumaron en 1582, pero en diferentes momentos, por ejemplo, Francia saltó del 9 al 20 de diciembre. Las naciones protestantes y ortodoxas tardaron más en usar el nuevo calendario, debido a la resistencia a la autoridad papal. Inglaterra y sus colonias lo aplicó hasta 1752, para homologarse desaparecieron 11 días de su calendario habitual. Rusia lo hizo después de la Revolución en 1917 y Grecia fue una de las últimas en asumirlo en 1923.El gran estudioso de las religiones y ritos Mircea Eliade nos hizo conscientes de dos concepciones del tiempo en nuestras vidas: el tiempo profano y el sagrado. El profano es lineal, homogéneo, se finca en las rutinas de la vida cotidiana. En tanto, el sagrado, es mítico, primordial, ilimitado, reversible, cíclico, es nuestro anclaje a la vida.El tiempo sagrado lo habitamos a través de los ritos y fiestas. Lo recuperamos al volver al origen para conectar con lo eterno, así detenemos la fugacidad de la vida, combatimos el sin sentido, nos curamos de lo profano, de lo superficial. El tiempo sagrado brinda la oportunidad de nuevos comienzos, de rectificar, de hacer un alto para evaluar y hacer planes. Explicó Eliade: “Un hombre exclusivamente racional es una mera abstracción; jamás se encuentra en la realidad. Todo ser humano está constituido a la vez por su actividad consciente y sus experiencias irracionales”. Para habitar el mundo como la Medusa Inmortal necesitamos un tiempo sagrado.Diversas miradas sobre el uso, utilidad e importancia de los ritualesQuienes viajan al espacio y logran experimentar ver con distancia todo cuanto vivimos en la tierra: días, noches, conflictos, guerras, confusión de valores, sensaciones, de manera literal se quedan ¡sin piso bajo los pies!, eso implica un cambio radical. Al estar fuera, en el espacio, viven una epifanía, una revelación. A ese fenómeno se le llama Efecto Perspectiva (Overview Effect). Los astronautas tienen una experiencia psicológica, cognitiva, transformadora. Pueden apreciar cómo la cultura, las creencias, los conflictos, son ficciones, inventos para adaptarnos al contexto. Para ellos el día y la noche son un segundo, miran su simultaneidad a la distancia. Pueden observar a la Tierra y todo lo vivo como unidad, contemplan su interconexión profunda. Sienten la fragilidad del planeta, cuan vulnerable y excepcional es. Su insignificancia ante la inmensidad los deja perplejos, la conciencia cambia; la ecología es un hecho, no una ciencia, la ven como interconexión global. Desde esa perspectiva vital, las prioridades se modifican y no hay vuelta atrás. Al volver a la Tierra les cuesta acoplarse a nuestro orden y convenciones, porque leemos los hechos, interpretamos, desde lo aprendido.Para Émile Durkheim los ritos no solo están circunscritos al ámbito de lo sagrado, dan cohesión social, sentido de pertenencia y unidad, suavizan el proceso de adaptación. El hombre moderno occidental se ha esforzado por desacralizar su comprensión del mundo, para usar a la razón como fuente de estructura. Pero el contenido simbólico de lo sagrado subyace en la mayoría de los acontecimientos importantes de la vida: nacimiento, matrimonio, muerte.El estudio de los ritos de paso por parte de Arnold Van Gennep nos permitió reconocer cómo asimilamos los cambios de estatus, lugar, edad y responsabilidades. Victor Turner, con base en la teoría de Gennep, en La selva de los símbolos, nos dio perspectiva para considerar a los conflictos humanos como: dramas sociales. Gracias al drama, conquistamos cierta separación de lo real, como los astronautas al ver la Tierra a lo lejos. Podemos visualizar los conflictos como obras de teatro espontáneas, divididas en cuatro actos: ruptura, crisis, acción correctiva y resolución. El drama social, por paradójico que parezca, contribuye al cambio para conservar el orden.El punto de vista de Bronislaw Malinowski reveló a la magia como un medio no técnico para abordar la ansiedad, la incertidumbre, lo peligroso, todo cuanto escapa a nuestro control. Es clásico cómo, en medio de la magia de la Navidad, durante los festejos por final e inicio de fin de año, los conflictos personales, y a veces los sociales, se recrudecen, hay cientos de ejemplos: el levantamiento del EZLN el 1 de enero de 1994es apenas un botón de muestra. En busca de armonía, las familias pelean en un afán de conciliación. Quizá diría Turner: la ruptura produce crisis, en ella emerge con claridad el conflicto, para así buscar acciones correctivas y encontrar las soluciones.Catherine Bell, en la década de los noventa del siglo XX, arrojó mucha luz sobre nuestra necesidad de rituales y formas de ritualizar lo laico. Construimos la realidad, el mundo personal y social, a través de la interacción con los demás. La noción de realidad viene de la capacidad de convivir y coexistir con los otros. Los rituales facilitan la convivencia, al ser repetitivos dan identidad, soporte, estructura a la dinámica social y personal, son el espíritu de la cultura. A veces dejamos de percibirlos pero ahí están, nos fuerzan a ser conscientes: los abrazos, tomar un café por las mañanas, la hora de entrada y salida del trabajo. Los rituales, la rutina, procuran orden, dan cauce a las emociones grupales e individuales, son un espacio para redefinir, dimensionar, cambiar de rumbo. No son acciones vacías, aunque al hacerlo no tengamos presente su significado. Tampoco son un simple disfraz del poder para controlarnos. Funcionan como una estrategia poderosa para lidiar con el conflicto, el cambio o el sinsentido. Cuando alguien está deprimido se le recomienda, entre otras muchas cosas, hacerse de una rutina, es decir, tener un ritual. Un ritual es una rutina con una fuerte carga de intención, su significado conduce a la atención plena. Las rutinas son secuencias de acciones repetitivas, a veces automáticas, pero con diversos fines.Las culturas cambian, actualizan sus rituales, los adaptan, no renuncian a ellos. El mundo de los seres humanos es simbólico, no solo sensorial, el lenguaje es una de sus mayores expresiones.Desaparecer los rituales o ritualizar lo laicoPoco antes de desatarse la pandemia, en 2019, Byung Chul Han dio a conocer su libro La desaparición de los rituales. En su obra advierte porque la ausencia de rituales lleva a una sociedad a extinguir la comunicación profunda, debilita la vida comunitaria, eleva el pesimismo ante la falta de los vínculos fuertes. Si nos centramos solo en atender nuestras necesidades, nos desconectamos del todo del que formamos parte.La pandemia hizo evidente cuánto necesitamos el contacto cercano, corporal, cuánto podemos sufrir sin la mediación de los rituales. Las familias sin rutinas de convivencia se sumieron en la violencia, en el dolor. Al no despedir a los seres amados, el impedimento de acompañarlos en el momento de su muerte, cancelar toda ceremonia, nos sumió en un clima de incertidumbre y tristeza. Otras formas de lo simbólico nos rescataron: como el arte. Ver cine, leer literatura, escuchar música, conversar aunque fuera a distancia, nos dieron alivio. En 2020 muchas familias no renunciaron a celebrar la Navidad, aunque implicara riesgo de muerte hacerlo. También inventamos, en medio del desastre, rutinas y rituales, para sentir comunidad y agradecer. Aún me invade la emoción al recordar cómo, en algunos lugares, a la misma hora, todos los días, salimos a balcones y ventanas a dar gracias a médicos y enfermeras por ofrendar sus vidas para salvar las nuestras.¿Podemos renunciar a decir adiós?, ¿cuánto duele no conocer el perdón?, ¿sin la alegría compartida por un logro, el inicio de una etapa, serían iguales nuestras vidas? Las emociones y los rituales a veces se pueden leer como un palíndromo, dan color a la vida, le quitan su carácter plano, informe.Los rituales, las emociones, son estímulos, alertas, a veces guías. La vida tiene sentido al dotarla de significado. Hoy lo sabemos, una vida significativa es esencial para la salud mental, indispensable para sentir paz y conciliar. Por eso la Navidad se viste de colores: rojo, pasión por la vida; azul, calma ante la incertidumbre y lo desconocido; blanco, paz y renuncia; dorado, para abrirnos al ritual de lo sagrado, no desde la religión, sino para sentir el placer de experimentar lo divino; verde porque somos naturaleza, parte de todo y fugaces. Volví, después de años, a La Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano. Me encontré un subrayado de tiempos remotos, pero conserva su peso: “Es que yo no puedo figurarme jamás a un pensador, sin suponerlo desgraciado en el fondo. Para mí el talento elevado siempre es presa de dolores íntimos, por más que ellos se oculten en los recónditos pliegues de un carácter sereno. La energía moral, por victoriosa que salga de sus luchas con los obstáculos de la suerte y con las pasiones de los hombres, siempre queda herida de esa enfermedad incurable que se llama la tristeza…”. Los inicios y fin de ciclos son agridulces, como la comida en la cena de Navidad y Año Nuevo.AQ / MCB