Entre todo lo que pude ver de cine en el año que cierra sus puertas, elegí las siguientes diez películas —en realidad diecisiete— que para mí sintetizan lo mejor de 2025. Alpha de Julia Ducournau, Sirāt de Oliver Laxe y Die, My Love de Lynne Ramsay se disputan el primer lugar. No logré decidirme por una sola de ellas para ubicarla como la más destacada porque las tres me parecen obras maestras de gran calado artístico.1. Alpha, de Julia DucournauEn un primer nivel el tercer largometraje de la francesa Julia Ducournau (1983) se apoya en un doble precedente histórico: el pánico epidemiológico desatado por el sida en los años ochenta y también, aunque de manera más oblicua, el miedo sembrado por la pandemia del coronavirus en 2020 y 2021. Pero en Alpha Ducournau no quiere filmar el pasado sino un mito. La protagonista interpretada con una vibrante mezcla de fiereza y vulnerabilidad por Mélissa Boros es una joven cuyo cuerpo comienza a experimentar cambios inquietantes, relacionados menos con su proceso biológico natural que con el burdo tatuaje que se le practica en el brazo izquierdo con una aguja muy probablemente contaminada. A partir de ese evento iniciático su sangre se vuelve potencial vehículo de un mal sin nombre ni clasificación científica. Como el título de la cinta insinúa, esta chica de trece años es la primera letra de un nuevo alfabeto humano. Mientras el cuerpo de la protagonista conquistada por el despertar sexual se metamorfosea, otro fenómeno recorre el entorno urbano que tampoco se explicita: una enfermedad misteriosa transforma a los habitantes en estatuas de mármol, un proceso de petrificación que remite a figuras mitológicas como Medusa y Níobe. Con Julia Ducournau, el horror corporal resulta más perturbador cuando está cruzado por el afecto, y Alpha consolida otra preocupación de su filmografía: la persistencia de los lazos familiares frente a los embates del contagio y el caos patológico.2. Sirāt, de Oliver LaxeEl controvertido cuarto largometraje del francoespañol Oliver Laxe (1982) avanza con la determinación de un vehículo cargado de explosivos que se interna sin mapa posible en la geografía incierta del alma. Desde sus primeros minutos, la película revela una estructura que late como un artefacto a punto de estallar: cada diálogo, cada pálpito musical, cada silencio, forman parte de una cuenta regresiva. Auténtico alquimista del cine, Laxe sitúa de nueva cuenta a sus personajes al borde de lo inasible, allí donde el mundo se vuelve una trampa y la fe un camino que apenas se distingue aun bajo el sol despiadado del desierto marroquí. El parentesco con El salario del miedo (1953) de Henri-Georges Clouzot no es gratuito. Como en esa obra seminal, aquí la tensión se construye a partir del riesgo puro, de la decisión extrema que convierte la existencia en una apuesta a todo o nada. Los protagonistas de Sirāt cargan un peso invisible —una nitroglicerina espiritual— que puede hacerlos volar en cualquier momento. Su desplazamiento traza una ruta de supervivencia y redención que sin embargo no renuncia a la belleza: el desierto, la montaña y la noche se convierten en escenarios de un trance que sacude hasta lo más hondo. En Sirāt el viaje no es sólo físico: es también un descenso a los abismos que cada quien resguarda bajo la piel. Allí reside la verdadera detonación que Oliver Laxe prepara con voluntad de dinamitero: no la que destruye el paisaje humano sino la que abre una grieta en la conciencia para que entre un poco de luz por más dolorosa que sea.3. Die, My Love, de Lynne RamsayEn Die, My Love hay una continuidad con los intereses previos de la escocesa Lynne Ramsay (1969): la indagación del trauma convertido en detonador de una subjetividad que se deshace como ocurre en ciertas obras de Arthur Schnitzler: en Morvern Callar (2002), una joven responde al suicidio de su pareja con actos que trastocan cualquier lógica emocional; en We Need to Talk About Kevin (2011), la maternidad se contamina hasta volverse una pesadilla de culpa y repudio. Grace, la madre primeriza de Die, My Love, encarnada por una Jennifer Lawrence vuelta fuerza de la naturaleza actoral, es heredera de esas mujeres en fuga constante de sí mismas. Pero aquí la cámara del admirable cinefotógrafo Seamus McGarvey es todavía más íntima: se mete entre los dedos que se crispan, registra en close-ups extremos los cuerpos de Grace y su esposo Jackson (Robert Pattinson) al rondarse para la cópula con ánimo feral, capta la leche materna que gotea de un pecho como si en realidad fuera sangre blanquecina. La película avanza cual espiral que se estrecha sin misericordia. No hay salvación posible, tal vez porque la locura no busca consuelo sino reconocimiento. Grace necesita que el mundo entero sea testigo de su derrumbe, que la acompañe en el salto al precipicio. Y es ahí donde la mirada de Lynne Ramsay se torna imprescindible gracias a su quinto largometraje, basado en la novela Matate, amor (2012) de Ariana Harwicz: no para brindar respuestas —su cine nunca las ha dado— sino para recordarnos que la fragilidad mental forma parte de lo humano, que incluso los seres más cercanos pueden estar lidiando con un devastador terremoto interno.4. One Battle After Another, de Paul Thomas AndersonLas mejores películas del genio estadounidense Paul Thomas Anderson —Magnolia (1999), There Will Be Blood (2007), Phantom Thread (2017)— tienen en su núcleo la relación entre padres e hijos, ese vínculo al mismo tiempo sagrado y devastador que opera como una herida siempre abierta. One Battle After Another no es la excepción: una deslumbrante lección de narrativa visual que apela al nexo filial para explorar el desorbitado caos contemporáneo, mostrando que la historia del mundo se puede enmarcar en el drama íntimo de una familia hecha añicos. Anderson (1970) comprende que la paternidad es un campo de batalla donde se disputan las frustraciones y los sueños revolucionarios, una trinchera donde el afecto puede ser detonador de guerras invisibles. Esta intuición que recorre su filmografía como una corriente eléctrica adquiere en su nueva cinta un filo más agudo: el padre simbólico (un Leonardo DiCaprio en estado de gracia) como desmañado redentor de la hija que intenta serle arrebatada por el padre biológico (un Sean Penn vuelto siniestro emblema del supremacismo blanco). No es casual que en su búsqueda de una poética del exceso Anderson haya dialogado con la obra de Thomas Pynchon, maestro de la paranoia y cronista del absurdo americano. Lo hizo en Inherent Vice (2014), transfigurando la novela homónima en un tedioso delirio psicodélico, y lo hace de nuevo pero con destreza en One Battle After Another, donde merced a una adaptación libre de Vineland (1990) resurge la sombra pynchoniana: la anarquía sistémica, la conspiración como paisaje mental, la ternura que sobrevive en el fragor de la violencia. Paul Thomas Anderson filma esa colisión como si cada escena fuera un fragmento de una novela infinita, un mapa de todos los combates personales que continuamos librando.5. Eddington, de Ari AsterEn su cuarto largometraje, el estadounidense Ari Aster (1986) dobla la línea del horizonte hasta que se curva sobre sí misma, como si el desierto tórrido que reconocemos de los westerns clásicos se hubiera plegado para alojar las pantallas frías de la era digital. No hay caballos polvorientos ni salones con espejos empañados por el vaho del bourbon sino un sheriff (Joaquin Phoenix) que cabalga, a paso torpe y mentalmente herido a bordo de una camioneta tapizada de propaganda política que deviene metáfora de un Estados Unidos rumbo a ninguna parte, sobre la franja más áspera del año 2020: la paranoia de la pandemia global y la fiebre covidiana de las redes sociales. Aquí la frontera no se mide en kilómetros sino en likes y retuits; el duelo no ocurre en la calle principal al atardecer sino en la penumbra de un dormitorio donde lo único que destella es un teléfono celular encendido en la madrugada. Ari Aster entiende que antes que una epopeya territorial el western siempre fue una radiografía del miedo: miedo a lo que viene del otro lado de la montaña, miedo a que la comunidad se desintegre, miedo a quedar fuera del pacto social. En Eddington ese miedo se filtra en la intimidad de la pantalla táctil, en la respiración enmascarada que se empaña y nubla la mirada, en la certidumbre de que cualquier gesto —una opinión, una imagen malinterpretada— puede devenir pólvora digital.6. La furia, de Gemma BlascoEl segundo largometraje de Gemma Blasco (1993) acude al mito de Medea para reescribirlo desde las vísceras de una época que ya no puede ni quiere tolerar la impunidad. La cineasta toma la tragedia clásica —esa historia donde la mujer traicionada acepta ser monstruo para recuperar un ápice de poder— y la encarna en una joven de nuestro tiempo que es arrojada en Nochevieja a las fauces de la violencia sexual. Ángela Cervantes, criatura desbordada de intensidad, asume el papel de Alex con un vigor que remite al huracán interpretativo de Jennifer Lawrence en Die, My Love de Lynne Ramsay: dos figuras que canalizan la rabia femenina hasta trocarla en una fuerza cósmica capaz de incendiarlo todo. En La furia no hay cabida para los matices consoladores con que el cine suele envolver los traumas. Gemma Blasco apuesta por la intemperie emocional: la cámara se adhiere a la piel de la protagonista, a su aliento entrecortado, a la pulsión de venganza que late bajo cada movimiento. La película es un recorrido por el laberinto del daño, un descenso al lugar donde la justicia deja de ser una palabra vacía y se transforma en un acto feroz de supervivencia. Este es cine español en su más descarnado esplendor: un cine que reniega del pudor y el silencio, que se atreve a encarar el horror sin mirar hacia otro lado. En tiempos de discursos tibios y políticamente correctos, La furia irrumpe como un grito que desgarra la pantalla: aquí están las heridas, aquí la sangre, aquí la mujer que ya no se resigna a ser víctima sino que reclama con mano firme su derecho a arder.7. Bonjour tristesse, de Durga Chew-BoseEl debut de la canadiense Durga Chew-Bose (1986) en el campo del largometraje es una de las películas más bellas que se han realizado en años recientes. La segunda adaptación fílmica del clásico de Françoise Sagan publicado en 1954 está imbuida de la luz melancólica de la juventud que quiere trascender el verano que culmina en tragedia. La presencia magnética de Lily McInerny, que interpreta con encanto estival a la rebelde Cécile, dota a Bonjour tristesse del alma trepidante en torno de la cual gira el mundo adulto en permanente conflicto amoroso. El suave oleaje mediterráneo acompasa este canto a la hermosura de la mujer. Con delicadeza y sensualidad inusuales en el cine dramático contemporáneo, Durga Chew-Bose, autora de una magnífica colección de ensayos titulada Too Much and Not the Mood (2017), mueve a sus personajes en escenarios que se sienten intemporales pese a los atisbos de modernidad patentes a lo largo de la cinta. Esa es la meta del arte auténtico: apelar a lo imperecedero, a lo inagotable. Filmes como Bonjour tristesse, que privilegian un ritmo pausado para permitir que las emociones y contradicciones humanas salgan a flote, hacen pensar en lo mucho que el cine actual ha perdido ante la velocidad inocua de las superproducciones. Es de celebrar que aún existan artistas de la lentitud y el slow cinema, la corriente donde también sobresale la estadounidense Kelly Reichardt (1964), que con The Mastermind (2025) afianza su inconfundible propuesta estética.8. Weapons, de Zach CreggerEl segundo largometraje del estadounidense Zach Cregger (1981) retoma la ansiedad de Barbarian (2022), su impecable debut, y la multiplica mediante un procedimiento que evoca el llamado Efecto Rashōmon: una misma historia enfocada desde perspectivas distintas —en este caso seis: Justine (Julia Garner), Archer (Josh Brolin), Paul (Alden Ehrenreich), James (Austin Abrams), Marcus (Benedict Wong) y Alex (Cary Christopher)—, cada una con su verdad parcial, cada una con su sombra. En Weapons el escenario es un hogar familiar marcado por la brujería, un espacio donde lo doméstico y lo sobrenatural conviven sin fronteras claras desde la irrupción de la tenebrosa tía Gladys (una impactante Amy Madigan). Cregger arma un rompecabezas de relatos: el acoso padecido por la maestra a cuya clase asisten los diecisiete alumnos que al esfumarse sin ninguna explicación echan a andar el motor narrativo, la ira apenas contenida del padre en busca de su hijo entregado al bullying, la enajenación del policía que batalla sin mucho éxito contra el alcoholismo, el desvarío del junkie trocado en ladrón para sostener su adicción, la pugna inútil del director de escuela por sustentar la apariencia de normalidad de cara a la anomalía, el niño retraído que acaba por revelarse como la clave del acertijo. La película avanza a la manera de un espejo quebrado: cada reflejo ilumina una parte del misterio y esconde otra. Lo fascinante es que, aun cuando las piezas parecen encajar, persiste una fisura, un residuo de ambigüedad que devuelve al espectador al punto de partida: la desaparición de diecisiete chicos a las 2:17 a.m. de una jornada falsamente ordinaria.9. The Life of Chuck, de Mike FlanaganHacen falta más películas como este enorme dechado de belleza inspirado en Stephen King que elogia el hecho de habitar la Tierra pese a la destrucción y la muerte que imperan en ella. The Life of Chuck es por mucho una de las mejores adaptaciones fílmicas del maestro del terror, aunque los amargados de siempre la critiquen por atreverse a arrojar luz en medio de la oscuridad existencial que nos atenaza y que suele ser el hábitat natural del universo kinguiano. Tal vez por eso mismo resulta tan necesaria: porque reivindica el fulgor que persiste incluso en las horas más bajas, esa lumbre que nos recuerda que seguimos aquí, tercos, vulnerables, celebrando la improbable maravilla de estar vivos. Curtido en versiones de clásicos literarios —Shirley Jackson, Henry James, Edgar Allan Poe—, el estadounidense Mike Flanagan (1978) entrega en esta ocasión una obra que derrocha nostalgia por los cuatro costados: nostalgia por la infancia que dejamos atrás demasiado pronto, por los seres queridos que nos han abandonado, por los afectos que titilan y se desvanecen como anuncios de neón con fallas en el suministro eléctrico. Flanagan construye una elegía audiovisual que dialoga con la fugacidad del tiempo y la sensación cada vez más extendida de que el mundo se desmorona bajo nuestros pies. Pero lejos de entregarse a la desesperanza, la cinta propone una suerte de resistencia emocional: festejar el encuentro fortuito en un centro comercial, el glorioso baile inesperado, el cielo que estalla en colores al caer la tarde. The Life of Chuck nos muestra que, a fin de cuentas, vivir incluso rodeados de ruinas sigue siendo un acto profundamente milagroso.10. Bugonia, de Yorgos LanthimosEn la nueva criatura cinematográfica del griego Yorgos Lanthimos (1973), inspirada en Save the Green Planet! (2003) de Jang Joon-hwan, la ciencia ficción parece filtrarse por una rendija microscópica para contagiarlo todo con un virus de desasosiego y extrañeza. Aquí no hay ciudades que sucumben a la invasión alienígena: la apuesta de Lanthimos es doméstica, como si lo cósmico hubiera decidido alojarse en la grieta más ínfima de lo cotidiano. De esa tensión entre lo cercano y lo remoto surge un microcosmos enrarecido que late con la misma potencia desconcertante palpable en Dogtooth (2009), donde los cuerpos y las palabras se deforman bajo el peso de un orden impuesto desde arriba. En Bugonia, cuyo título alude a la antigua creencia en la generación espontánea de vida, la conspiración no es un aparato monumental sino una sospecha que se desliza entre conversaciones cada vez más obsesivas, entre el zumbido de las abejas, entre las nubes de un cielo a punto de alojar un eclipse lunar. La paranoia se vuelve un modo de vida, un trastabillar constante en un terreno donde la lógica ya no es fiable. Como si Philip K. Dick hubiera aceptado jugar bajo las reglas de la Greek Weird Wave, Yorgos Lanthimos fabrica un planeta invisible dentro del nuestro, una cámara de ecos donde toda certeza se torna maleable. La estética minimalista, esa economía de signos que se convierte en una máquina de inquietud, funciona como un amplificador del desamparo y la amenaza de la extinción humana. Bugonia subraya que las conspiraciones más perturbadoras no vienen del espacio exterior sino del interior del hogar, del propio lenguaje, de la inconsistencia de nuestra psique. En su sospechosa calma chicha que poco a poco cede el paso a una tormenta gore, la película nos mira fijamente y pregunta: ¿qué tan seguros estamos de que la realidad no es otra forma de ficción bien ensayada?BONUS FILMSA House of Dynamite, de Kathryn BigelowLa estadounidense Kathryn Bigelow (1951) confirma una vez más que es una de las pocas cineastas capaces de domesticar la tensión sin disiparla, de mantenerla vibrando como una cuerda tensa a punto de romperse. Heredera espiritual de The Hurt Locker (2008) y Zero Dark Thirty (2012) y seguidora del Efecto Rashōmon al igual que Weapons de Zach Cregger, A House of Dynamite se adentra en la combustión lenta del miedo contemporáneo: esa sensación de que todo —la diplomacia, la estrategia militar, la política— es un dispositivo próximo a saltar en pedazos. Bigelow orquesta la narración con pulso quirúrgico, evitando el efectismo y apostando por la inmersión sensorial. La cámara no observa: acecha, respira jadeante con los personajes, se hunde en sus dilemas morales y en la hendidura entre deber y supervivencia. A House of Dynamite no busca asideros: es una detonación controlada que ilumina, por un instante cegador, la maquinaria invisible del poder y la precariedad de quienes intentan sostenerla de cara a la catástrofe nuclear.The Ugly Stepsister, de Emilie BlichfeldtEn The Ugly Stepsister, la asombrosa ópera prima de la noruega Emilie Blichfeldt (1981), la vieja fábula de Cenicienta se voltea como un guante ensangrentado para revelar la textura pútrida de la belleza desde la perspectiva de la hermanastra Elvira. Aquí no hay zapatillas de cristal ni rescates principescos sino un espejo que devora a quien se mira demasiado tiempo en él. Blichfeldt descompone el mito de la hermosura física como redención y lo convierte en un cuerpo sometido a la automutilación, un organismo enfermo por el mandato de la perfección. Como en The Substance (2024) de Coralie Fargeat, la carne se vuelve campo de batalla: superficie donde el anhelo se descompone y la identidad se disuelve bajo capas de alteraciones fisiológicas. En esta versión la realidad no es un defecto sino un acto de resistencia, un modo de recobrar la autonomía del cuerpo frente al imperio de las apariencias. Emilie Blichfeldt filma el horror con la precisión de quien retrata ese “mal milagro” que Jordan Peele define en Nope (2022).Sinners, de Ryan CooglerEn Sinners se alza un coro corporal de música negra como rito ancestral: el blues y el gospel no son mero telón de fondo sino un vehículo espiritual que articula la trama. La cámara de Autumn Durald Arkapaw se convierte en testigo de un portentoso plano secuencia que atraviesa épocas, estilos y obsesiones, fundiendo hilos del delta del Mississippi con ráfagas de jazz y soul, rap y rock. En ese flujo único el espacio de baile se transforma en un templo donde generaciones y sonidos convergen: las cuerdas de la guitarra al resonar en un juke joint, el murmullo del pueblo y el ritmo frenético de la liberación colectiva. El estadounidense Ryan Coogler (1986) no sólo muestra el horror vampírico sino que lo somete al pulso viviente de la música negra, y ese plano continuo deja de ser técnica para volverse liturgia. La película se erige así como un acto insólito de memoria, sublevación y redención sonora.Islands, de Jan-Ole GersterCon un timing narrativo que no flaquea en ningún instante, el alemán Jan-Ole Gerster (1978) da forma a un noir solar ambientado en las islas Canarias que resulta tan eficaz como enigmático. Islands despliega una luz que no alumbra sino que encandila, una claridad que lejos de disipar el misterio lo vuelve más espeso. Gerster logra un prodigio de tono: convertir el sol en un cómplice del crimen como hace J. G. Ballard en varios de sus mejores libros —por ejemplo Noches de cocaína (1996)—, trocarlo en máscara que oculta tanto como revela. En esta cinta el calor no es una promesa de vida sino una prueba de resistencia moral. La belleza radiante del paisaje se vuelve una trampa óptica, un espejismo donde la culpa se disfraza de inocencia y la paternidad es un símbolo ambiguo. En ese sentido, Islands es una película que Patricia Highsmith habría ponderado: una fábula amoral sobre la fragilidad del equilibrio humano frente a la tentación del abismo que se agazapa siempre bajo la superficie luminosa.After the Hunt, de Luca GuadagninoEn su décimo largometraje, el italiano Luca Guadagnino (1971) afila un dardo que llega con la puntería exacta al campus universitario de Yale, convertido en terreno minado por la cancelación y las ondas expansivas del movimiento #MeToo, por la hipersensibilidad y las dinámicas de poder entre maestros y alumnos. After the Hunt avanza como un cotilleo envenenado e imparable: lo que parece un drama íntimo se revela poco a poco como un examen de conciencia colectiva. En ese microcosmos académico donde las aulas huelen a miedo y los gestos se vigilan con la meticulosidad de un entomólogo, Guadagnino coloca a sus personajes liderados por una excepcional Julia Roberts frente al espejo deformante de sus propias convicciones. Lo perturbador es que no hay absoluciones fáciles, no hay corte moral que dicte sentencia sin dejar cicatrices. La oportunidad argumental es inmejorable: After the Hunt recuerda que en tiempos de ortodoxias volátiles la verdad es una criatura huidiza, y que pensar —pensar en el sentido profundo del término— se ha vuelto quizá el acto más subversivo dentro de las supuestas fortalezas del saber.It Was Just an Accident, de Jafar PanahiEn su obra más reciente, rodada en secreto en apenas tres días para eludir la censura gubernamental, el iraní Jafar Panahi (1960) vuelve a demostrar que su cine es un territorio donde lo cotidiano se arremolina hasta convertirse en una parábola política de asombrosa lucidez. La aparente trivialidad del incidente que detona la trama —un atropello fortuito, una culpa que se desliza como sombra pertinaz— se transfigura en una indagación sobre la fragilidad moral de quienes habitan sistemas construidos sobre el miedo y la vigilancia. En It Was Just an Accident, donde se detectan ecos de Death and the Maiden de Roman Polanski (1994), Panahi entrelaza la comedia negra con un pulso de thriller contenido, casi imperceptible, en el que cada decisión encubre una fractura personal pero a la vez histórica. La redención y la venganza conviven bajo la superficie, espejeando un país donde nada es accidental. El veterano director afina su lenguaje hasta volverlo un escalpelo infalible, casi chejoviano: una mirada que desmonta certezas y revela, con ironía y melancolía que rondan la esfera teatral, cómo incluso el acto más nimio puede echar a andar la maquinaria del poder y sus tremendos fantasmas persistentes.Sovereign, de Christian SwegalEl debut tras la cámara del estadounidense Christian Swegal irrumpe en la escena cinematográfica con la fuerza de un relámpago. Sovereign no es sólo una película sobre padres e hijos: es una parábola contemporánea sobre el antiautoritarismo y la rebelión, la herencia y el peso insoportable de las convicciones. Su ritmo —exacto, implacable, seco— recuerda el de una tragedia griega donde el destino acecha en cada silencio y el error fatal se confunde con el acto de amor. El elenco se mueve como un coro que acompaña la caída del (anti)héroe, pero es Nick Offerman quien encarna con brillante vehemencia al padre radical, obsesionado con sustraerse al control del Estado y erigir su propio santuario de libertad. En su mirada se cruzan la nobleza del idealista y la ceguera del fanático: un Prometeo moderno que roba el fuego para descubrir demasiado tarde que este existe para abrasar todo aquello que le salga al paso.AQ / MBC