Estética y elegante adaptación de la novela homónima de Albert Camus. Lo fácil sería comparar. Sin embargo, cada texto (literario/cinematográfico) posee vida propia. François Ozon, director con una filmografía tan extensa como ecléctica, penetra sin miedo en el absurdo de ese personaje hierático y escéptico que no encuentra otra razón para justificar su asesinato que los efectos de las altas temperaturas. La muerte del otro, de un árabe, por parte de un francés en la Argelia de los años treinta, un tipo que nos recuerda al Ripley de Patricia Highsmith, interpretado por Benjamin Voisin -que parece recién salido de una película de Robert Bresson-, desde el comienzo del filme se presenta como alguien fuera de lugar, alguien a quien aparentemente no afecta ni siquiera la muerte de su madre, incapaz de mostrar sentimiento alguno, tampoco ante la mujer con quien mantiene una relación amorosa (encarnada en la magnética Rebecca Marder), podría representar lo inexplicable, incluso para quienes no pueden entender lo ocurrido durante el juicio a que se verá abocado. El silencio será fundamental en la personalidad del personaje, infranqueable. Ni siquiera cuando la vida está en juego. Solo saltará como un resorte ante la presencia del sacerdote que acude a su celda para prestarle asistencia cuando se acerque su final.