Amanece en Benue y el humo lo recubre todo. La luz se difumina entre una neblina que cada vez es más familiar para los habitantes de la región, una neblina que anuncia otra noche de terror, de muerte. Esta vez el humo proviene de Yelewata, allí, en las ruinas humeantes, entre los cadáveres calcinados, entre los casquillos de bala y la sangre, que comienza a secarse, todavía retumba el eco de los gritos de las víctimas mezclados con la consigna de los atacantes: "Allahu Akbar". Si los terroristas eran de Boko Haram, del Estado Islámico, de Al Qaeda o de otras facciones más minoritarias pero igual de intolerantes, ya es lo de menos. Esa noche han muerto 200 cristianos en Yelewata, todos ellos estaban desplazados allí. Habían huido, precisamente, de la violencia. Durante la tarde anterior, la policía consiguió repeler un ataque contra la Iglesia de San José de Yelewata que, en estos momentos, aloja a más de 700 cristianos refugiados. Los yihadistas, incapaces de irrumpir en la iglesia, se replegaron y centraron sus esfuerzos homicidas en la Plaza del mercado de Yelewata. Allí, en un refugio, dormían 500 personas desplazadas. La gasolina, esparcida por las puertas del refugio, comenzó a arder, aquellos que no ardieron vivos, fueron víctimas de las balas, disparadas sin piedad contra los que intentaban huir, los que huían de las balas, fueron pasados a cuchillo. Tres horas. El fuego y el plomo sobre las 500 personas que se agolpaban allí durante tres horas de infernal ataque. El yihadismo golpeaba de nuevo, con la garantía de que no sería la última. 200 muertos, muchos heridos, supervivientes que salvaron la vida haciéndose los muertos mientras se encomendaban a Dios. Con ellos, la Iglesia, único faro de esperanza ante una violencia cada vez más cruda y espeluznante que el gobierno no es capaz de afrontar. Secuestros, decapitaciones, tiroteos... En la región, musulmanes y cristianos sufren la actividad impune de los grupos violentos. La situación es muy delicada, el norte del país se inunda de grupos islamistas más o menos organizados, desde el enorme potencial militar de Boko Haram, a los escurridizos tentáculos del ISIS que llegan desde Oriente Próximo hasta África Occidental, pasando por los imprevisibles pastores fulani, pertenecientes a una etnia nigeriana de mayoría musulmana y que han vivido un proceso de radicalización muy violenta. Ante ese cóctel, en esa África subsahariana donde el cristianismo no ha dejado de crecer, donde la pobreza, la guerra y los flujos migratorios son la condena de muchos países gobernados por líderes que rara vez piensan en el bien común; el gobierno nigeriano ha expresado su incapacidad de hacer frente a la masacre. Las matanzas han dado la vuelta al mundo y han disparado la indignación de muchas personas, empezando por el mismísimo Donald Trump que, desde su cargo, el más influyente del mundo, amenazó a Nigeria de poner fin a la violencia desatada cuanto antes o enfrentarse a las consecuencias. Fue entonces cuando el gobierno nigeriano, que intenta sin éxito acabar con la amenaza yihadista en el norte, una amenaza que desestabiliza un país con un potencial demográfico y económico enorme, declaró que su intención coincidía totalmente con la del presidente estadounidense. A partir de entonces, pidieron su colaboración y, este viernes, los misiles Tomahawk americanos, tecnología punta en el plano militar por su alcance y precisión, cayeron sobre las posiciones terroristas del Daesh. En las imágenes, vemos como los puestos en donde se resguardan los terroristas, desaparecen en una nube de fuego y humo. Es díficil no caer en la tentación vengativa de pensar en el paralelismo con los ataques que perpetran en los que el fuego se utiliza como cruel arma ejecutora.