Entro en las iglesias como quien cruza un umbral invisible. Me acompaña la necesidad de silencio, de pausa, de un espacio donde el tiempo sigue otras leyes. Las iglesias son lugares de serenidad, refugios donde el ruido del mundo se atenúa.Me gusta especialmente la iglesia de Sa Indioteria. No es solo el edificio, sencillo y acogedor, sino la experiencia humana que la habita. Allí está Tomeu Suau, un gran hombre y un gran capellán. Su manera de estar, de escuchar, de transmitir fuerza convierte el espacio en algo más que un templo. Hace años me enseñó que la espiritualidad no necesita grandilocuencia. Se encuentra en una mirada honesta, una palabra justa, una presencia que acompaña. En Sa Indioteria todo encaja, la fe —incluso la duda— puede existir sin ser juzgada.En Palma, mis pasos me llevan a menudo a Sant Miquel. Me gusta entrar casi a escondidas, en medio del caos de la ciudad, cuando las prisas y las voces parecen desbordarlo todo. Cruzar su puerta es bajar el volumen del mundo de golpe. Me detengo, busco un banco, enciendo un cirio. Ese gesto sencillo tiene magia: una llama que resume un deseo, una preocupación, una gratitud.Pienso también en las iglesias de Roma, donde el asombro se mezcla con el recogimiento. El arte impresiona: las bóvedas, las esculturas, los frescos hablan de siglos de fe, de poder, de belleza y de contradicciones humanas. Incluso entre turistas y cámaras, he encontrado rincones de verdadero refugio. Iglesias donde sentarse unos minutos es suficiente para sentir que la belleza también puede ser una forma de consuelo.En todas estas iglesias, he encontrado un lugar donde detenerme, donde escucharme, donde la serenidad no es una promesa, sino una experiencia posible. Quizá por eso sigo entrando en ellas, una y otra vez, buscando ese instante de paz que lo ilumina todo.