Carcasa vacía

Como cada inicio de año, vuelve el debate sobre el SMI. Y una vez más se repite el mismo ritual: la patronal, encabezada por el inefable Garamendi, se atrinchera, augura catástrofes y holocaustos, anunciando el fin del empleo y de la humanidad si el salario mínimo sube. Es decir, un apocalipsis económico que nunca llega mientras los datos siguen desmintiendo una y otra vez esas predicciones de destrucción masiva de puestos de trabajo. Siguen provistos de una mentalidad que se resiste a entender que la dignidad del trabajador es el motor del sistema productivo: si no se te valora como trabajador, mucho menos como persona y uno ha de trabajar de acorde a aquello por lo que se le valora, nunca más. A la mesa de negociación llegan ofertas raquíticas, intentos de sabotear cualquier avance que implique redistribuir mínimamente los beneficios. El fin es mantener al trabajador asfixiado mientras los márgenes empresariales continúan ensanchándose. Resulta insultante el tono paternalista de ciertos sectores empresariales. Se presentan como si repartieran altruistamente puestos de trabajo. Adoptan el papel de benefactores cargados de patriotismo, olvidando con arrogancia que una empresa sin trabajadores es sólo una carcasa vacía. El empleo no es una concesión del empresario, sino una relación de interdependencia. En un mercado donde la negociación colectiva a menudo es inexistente, la subida que decreta el Gobierno se convierte en la única vía real para mejorar el salario. Y sin ese impulso se continuaría con las nóminas congeladas. Aumentar el SMI es una cuestión de respeto social. Ningún país prospera si su base trabajadora no puede llenar el carro de la compra. El empresariado, que solo llora y se queja haciendo pucheros de niño, debería dejar de pensar en los salarios como un gasto y empezar a verlo como la inversión más valiosa de todas.