Los átomos son, para efectos prácticos, casi inmortales: existen desde el Big Bang y seguirán aquí mucho después de que la Tierra haya dejado de ser habitable. Sin embargo, todo organismo construido con ellos muere. La paradoja se resuelve cuando entendemos que la vida no depende de la eternidad de la materia, sino del frágil orden que los átomos consiguen mantener solo por un tiempo.