Llegados a este punto del año, todos tendemos a hacer un recuento de lo que nos ha pasado. Las cosas buenas –si las hay– merecen ser recordadas. Con las malas no sabemos muy bien qué hacer, puesto que suelen pesar más que las buenas. Ocupan mayor espacio, sobre todo para aquellos que no son especialmente optimistas. Últimamente, también se está llevando mucho otra acción que cabe destacar: justificarse. Si nos hemos equivocado o no nos hemos portado como es debido, la justificación acude rauda y veloz a nuestras cabezas y así, demostrando que no se podía hacer otra cosa o que no sabíamos cómo hacerla, podemos volver a recobrar un estado de sosiego. La justificación está a la orden del día, y hay que intentar distinguirla de la mentira. Una de las formas habituales de caer en la justificación es escribir un libro en el que el protagonista va contando por qué hizo cierta cosa y, ya en su máxima expresión, se acaba demostrando que, bueno, tal vez hizo algo mal, pero mira qué bien hizo aquello otro. El ejemplo más claro es el del rey emérito quien, en un intento de reconciliarse con el personal –los españoles–, nos ha endosado unas memorias muy justificativas. Es cierto, me equivoqué en eso (reconoce), pero ¡y lo bien que hice aquello otro!… ¿Es digno o no es digno de ser tenido en cuenta? Vale que delinquí en alguna ocasión, pero no me digan que no fui el gran artífice de la democracia y la transición. Este hombre se justifica como Dios. A este caso se le pueden sumar otros igual de poco convincentes. Parece que así se quedan aliviados, como ha ocurrido con el expresidente Mazón que, lejos de avergonzarse, justificó su cambio de ropa la tarde de la dana alegando que llevaba un jersey en la mochila. Tranquilísimos, nos hemos quedado todos sabiendo que los políticos siempre van con una muda a cuestas por si acaso… ¿O no?