El intercambio epistolar entre Carmen Martín Gaite y Juan Benet se entabla en julio de 1964, con ambos en plena madurez vital, no así creativa. Ella, recién entrada en los cuarenta, es ya una escritora hecha, premio Café Gijón con 'El balneario' en 1954, Nadal tres ediciones después con 'Entre visillos', finalista del Biblioteca Breve en 1962 con 'Ritmo lento'; él, dos años más joven, sin embargo, aún no ha destacado entre los narradores de su generación, sólo ha publicado los relatos, eso sí, extraordinarios, a pesar de que hayan pasado desapercibidos, de 'Nunca llegarás a nada' en 1961. Si bien el conocimiento personal fue muy anterior, por lo expuesto en 'Esperando el porvenir', las conferencias de la salmantina, recogidas tres décadas más tarde, en las que recrea la atmósfera de posguerra y de la amistosa generación de medio siglo, y de 'Otoño en Madrid hacia 1950', de 1987, la especie de memorias evocativas autobiográficas, a pedazos, del ingeniero madrileño de caminos, canales y puertos. En concreto, su primer encuentro fue justamente en el año bisagra del siglo pasado, en la tertulia vespertina del restaurante Gambrinus de la capital. Pero no tuvieron trato asiduo y cómplice hasta que en 1964 Benet regresó de sus largas estancias en León y Asturias con motivo de la planificación y ejecución material, fundamentalmente de obras hidráulicas, específicas de su profesión. No es de extrañar, pues, que, en principio, Benet le pida opinión e incluso ayuda por encontrarse en un 'cul-de-sac' creativo y Martín Gaite adopte el papel de consejera en sus pinitos novelísticos, aunque pronto el autor de 'Volverás a Región', en cuya publicación, tras muchos rechazos editoriales, intervino ella tal y como se desprende de una misiva, coja la batuta y, al cabo, la alternen. Así, en las dos primeras cartas, Carmiña, luego Calila, le comenta el manuscrito de los estudios benetianos por entonces bajo el título provisional de 'Ensayos de incertidumbre' y, en definitiva, como 'La inspiración y el estilo', que remite a 'La intuición y el estilo' de su frecuentado y admirado, pese a su desaliño en la dicción, Pío Baroja. El juicio sobre este inédito es lo que da pie a una fecunda conversación a modo de epístola, que se gesta con los pareceres sobre «las preocupaciones que entorpecen el arrancar a escribir», para, en adelante, una vez establecidas «las reglas del juego», en expresión de Benet, derivar en jugosos tanteos y apuntes en torno a la función del narrador y la adecuación del punto de vista al trazado argumental, ciñendo bien los 'flashbacks', y al hilo de la trama; el dibujo psicológico de los personajes; el valor poco apreciado normalmente de los soliloquios, más allá de los monólogos o del 'stream of consciousness' joyceano; el afloramiento de la imaginación; las variables del realismo al margen de la definición de novela de Stendhal como «un espejo que se pasea por un ancho camino»; la búsqueda del tono capaz de armonizar erudición y naturalidad; los nuevos medios y horizontes faulknerianos; la necesaria meticulosidad «lenta y reflexiva» al abordar los contenidos; la fluencia y ritmo del fraseo destinados a decantarse por lo «claro y sin triquiñuelas», en fijación de la Gaite, aunque en esto, como en tantas cosas, Benet, para quien el estilo «no es el medio sino el fin» ya que «tan válido es una conjunción como un amor contrariado», no le hizo ningún caso. Sobre lo último hay que considerar que siempre fueron partidarios de discrepar, por encima de cualquier otra consideración, de no cargar en modo alguno con ideas preconcebidas, de pensar «en qué sentido lo contrario es verdad», según expresa Martín Gaite, volcada de continuo, en su indagación estilística, hacia una retórica y una voz propias, inconfundibles. Entre disquisiciones, a mayores, sobre temas y motivos, sobre el carácter de diálogo abierto también con el lector o la responsabilidad del artista a partir de Faulkner, el asunto narrativo medular es la crisis de la ficción al resignarse a «los raíles consabidos», bajo el peso paralizador para el novelista contemporáneo de la certeza de que el lenguaje es incapaz de revelar la experiencia subjetiva del tiempo. «La novela se ha vuelto una monserga», se dice en una anotación en los inicios del carteo, recogida, mucho tiempo después, en 'Cuadernos de todo'. El cansancio, casi hartazgo, de la narratividad pura hará que la escritora vuelque su labor literaria en lo que sería 'El proceso de Macanaz' y después, 'Usos amorosos del dieciocho en España', que tiene como base su tesis doctoral, pero nunca abandonó, aun conociendo su inclinación y aprecio por los libros 'patchwork', digamos, hechos de retales sacados de aquí y de allá por su mano de experta costurera, «el placer incomparable que produce inventar literatura»; de hecho, escribió, al tiempo del caso del político ilustrado, el «desquiciado ministro hellinense», la novela 'Retahílas', y siempre defendió, de manera ardorosa, el poder utópico, y hasta salvífico, de la inventiva, junto a su condición fundamental de novelista: «La vida es una narración que se va haciendo… Uno es lo que narra y cómo lo narra». Justo lo contrario que su partenaire, recordemos el aserto sentencioso, casi lapidario, de Benet en una entrevista en El País de 1980: «Escribir una novela con argumento es lo más fácil del mundo. Lo difícil es hacerlo sin argumento», o este, igual de taxativo, procedente de una de las cartas: «En el reino de la palabra toda intromisión de la acción es contaminante», a los que cabría superponer el pecio, aún más bestia, de su marido y mentor Rafael Sánchez Ferlosio: «Se acabó el argumento y empezó la felicidad», creo recordar. Martín Gaite, siempre «expuesta al extravío», como decía, no participó en el ensimismamiento solipsista de los dos, sumidos en abstrusas tribulaciones lingüísticas o en refriegas de estirpe barcialea. Los veintidós años de correspondencia terminan con una confesión de la novelista, mujer bravía con flaqueza sentimental: cuenta un sueño de la noche anterior, en el que aparece Benet, tras comentarle que van a empapelarle «el cuarto de la Torci», su joven hija Marta, muerta casi un año antes de la doble peste, heroína y sida, de la Transición, del que tiene que quitar los trastos. En su conjunto, estamos ante un epistolario «discontinuo, interrumpido y elíptico», en virtud de la fijación del poeta José Teruel, reputado especialista en ambas obras y responsable de la edición, lo que no resta un ápice a su interés, que conforma un puente hecho de complicidades como alivio de nuestra condena a la soledad efectiva, tanto en el terreno afectivo como en el mental. Podría situarse, además, en paralelo al ensayo de Martín Gaite, con tintes autobiográficos, 'La búsqueda de interlocutor', que vio la luz en 'La Revista de Occidente' en 1966, con el propio Benet como destinatario; en tanto tenía las cartas la escritora que hizo un intento nulo posterior, proyecto de «matrimonio literario», para convertirlas en libro. Unas cartas cruzadas, en fin, como crónica de una amistad y estimulantes en extremo, sobre todo las de los dos primeros años, con cierto distanciamiento desde que el novelista se regodeó en los cantos de sirena de «novísimos corifeos» (no sé si lo incluiría peyorativamente, también más adelante, mucho me temo que sí, entre los «altivos narradores de tupidos textos»), no exentas de quiebros humorísticos, chistes privados y divertimentos varios, con fina ironía y 'cum grano salis', sometidas al precepto de Benet, agente provocador y acicate intelectual desde sus virguerías formales, de que «cada corresponsal deberá recoger el hilo del discurso del otro y a ser posible le debería dar la vuelta». Como así suele suceder en estas páginas. Lo demás son gaitas, mejor dicho, gaites.