Está visto que las fiestas pierden mucho si tú no eres el único que las disfruta. Navidad, por ejemplo. Ya me dirás para qué te sirven, en la práctica, tantos días de fiesta seguidos cuando a tu alrededor todos estás también de vacaciones. Sales con la intención de desayunar en el bar de enfrente y está cerrado hasta Año Nuevo, te diriges al de la esquina y ese lo está hasta después de Reyes. Enciendes la tele y te encuentras con refritos musicales o deportivos, pones la radio a la hora que sea y por mucho que hagas correr el dial no encuentras ninguna de las voces habituales con las que te has acostumbrado a informarte, abres el periódico –has tenido que ir andando hasta la gasolinera para comprarlo porque el del estanco de al lado se toma los mismos días de vacaciones que el del bar de enfrente– y vas pasando las páginas buscando enterarte de a qué político le toca ir hoy a declarar y resulta que en el Supremo también tienen libre. Y de la UCO hace más de una semana que nadie sabe nada. A veces no puedes evitar pensar que fiestas como las de Navidad y Semana Santa debería haber al menos un par de cada una a lo largo del año de manera que, rotándonos, todos tuviéramos la oportunidad de disfrutarlas como toca, lo que para la mayoría no es más que poder seguir haciendo, pero ahora tranquilamente y sin agobios, lo que ya venimos haciendo todos los días.