Acaba el año en un país que se aferró a esa máxima gatopardiana de «cambiar algo para que nada cambie» hace ya tantos años que ni nos acordamos. Desde entonces el mundo de la política nace, se reproduce y muere en un universo paralelo que no toca tierra y a nosotros sus cuitas nos resultan tan lejanas y ajenas como las de los antiguos dioses. Los más desgraciados saltan de la esfera pública a la privada por una puerta giratoria y a los que les va bien, se jubilan bañados en oro en el Parlamento Europeo o en el Senado español. En Extremadura se han quemado siete millones de euros por el capricho estúpido de una mandataria que no sabe gobernar –gobernar es pactar, no dictar órdenes– y de sus superiores en Madrid, que han visto la ocasión perfecta para hacer un experimento que podría extrapolarse a toda España. Dinero nuestro, naturalmente. Y como consecuencia, otra gracieta. El gran perdedor, ese hombre gris llamado Miguel Ángel Gallardo, se convierte en un problema para el PSOE. Aparte de arruinar el partido en la comunidad, solo ha dimitido cuando desde Ferraz han aceptado sus condiciones, al más puro estilo Corleone: ahora quiere ser senador, para no perder los privilegios ante el juicio que se le avecina por el contubernio con el hermano de Pedro Sánchez. El individuo tenía reticencias a abandonar su puesto en su terruño, porque es uno de esos politicuchos tan españoles que jamás ha dado un palo al agua. No sabe trabajar, ¿qué va a hacer superados los cincuenta años? Seguir chupando del bote, que parece bastante fácil para esta clase política que entra en las juventudes de un partido y pasa la vida ahí, de concejal a alcalde, de consejero a ministro, a secretario general, a lo que sea.