La imagen llegó a mí por casualidad. Alguien había subido la foto en su muro. En ella se ve una solitaria cabina telefónica de las de toda la vida sobre un acantilado que da al mar. No hay nadie alrededor. El callado auricular cuelga recordándonos que siempre quedan conversaciones pendientes. La luz del crepúsculo ilumina la surrealista visión de una cabina de teléfono sobre un prado verde en la cima de un acantilado que acaricia el mar. El pie de foto dice que se trata de una cabina que colocaron en Otsuchi, Japón, tras el tsunami de 2011 que se llevó más de quince mil vidas para que quien quisiera la utilizara para hablar con quienes ya no están. Parece absurdo que alguien haya colocado ahí una cabina que nunca estuvo ni estará conectada para hablar con personas que ya no están y que nunca descolgarán el teléfono. Pero parece, por lo que cuentan las gentes del lugar, que son miles las personas que se acercan a la cabina, cogen el teléfono y, solas frente al mar, hablan con quienes ya no están. Sólo el viento y las acristaladas paredes de esa cabina saben lo que dicen. Quizá, quién sabe, también escuche el mensaje que le lleva el viento la persona a la que hablan... Habrá quien pida perdón, quien se contente recordando momentos vividos, quien se reconforte contando los sueños que le hubiera gustado poder compartir, quien simplemente descuelgue ese teléfono para decir «Te quiero»… En esa cabina, como en los corazones de quienes van a ella, habita la poesía, la belleza de la vida, el abrazo al tiempo que no ha de volver. Habrá, como en todo, gente que no entienda lo que significa esa cabina, gente que la considere un despilfarro o un gasto inútil. Para ellos, porque normalmente son ellos, soñar es perder el tiempo, leer un poema es malgastar la vida y anhelar un abrazo un acto que no lleva a ninguna parte. Pobres, jamás alcanzarán ni siquiera a intuir que la mentira no está en los sueños que no llegan a convertirse en realidad, sino en la realidad que no nos atrevemos a vivir con la pasión de un sueño. No deja de parecer contradictorio a nuestros ojos eurocentristas que la idea de esa cabina se haya dado precisamente en Japón, un país en el que quienes van en coche a trabajar y llegan pronto aparcan lejos del trabajo para dejar libres las plazas más próximas a quienes llegan después y evitar que perjudiquen a la empresa incorporándose tarde. Quizá sólo países con una ciudadanía tan pragmática son capaces de tener algo tan bello y aparentemente inútil como el teléfono del viento.