La Navidad, tal y como hoy se celebra, necesita familias que callen, trabajadoras invisibles y animales convertidos en mercancía. Imaginar otra cosa exige atreverse a hablar, a organizarse y a actuar juntas. Porque solo rompiendo la normalidad que legitima la violencia podremos empezar a construir un mundo mejor, en el que ninguna fiesta se sostenga sobre el sufrimiento de otras La carne que llega a las mesas navideñas no solo está atravesada por la explotación animal. Arrastra también una violencia sistemática contra quienes la producen. La industria cárnica necesita restos de animales muertos baratos, abundantes y constantes, y para lograrlo depende de una fuerza de trabajo igualmente barata, flexible y reemplazable. Esta ecuación no es una deriva indeseada del sistema: es su condición de funcionamiento. En el Estado español, los mataderos y salas de despiece concentran desde hace años a miles de trabajadoras sometidas a jornadas largas, ritmos extenuantes y tareas repetitivas que destrozan cuerpos y salud. La exposición constante al frío, a productos químicos y a escenas de violencia extrema contra animales no humanos forma parte de la normalidad laboral. A esto se suman la temporalidad, la subcontratación y la amenaza permanente de perder el empleo. Durante las semanas previas a la Navidad, esta presión se intensifica. Aumentan los turnos, se reducen los descansos y se normalizan las horas extra. La urgencia por abastecer el mercado festivo convierte los centros de trabajo en espacios aún más hostiles. La carne tiene que llegar a tiempo. Los cuerpos humanos se ajustan a ese calendario. Racialización, migración y precariedad estructural No es casual que buena parte de esta fuerza laboral esté compuesta por personas migrantes y racializadas. La industria cárnica se beneficia de un marco legal y social racista que coloca a estas trabajadoras en una posición de especial vulnerabilidad. La precariedad administrativa, la dependencia del permiso de residencia y la amenaza de la expulsión funcionan como herramientas de disciplinamiento tan eficaces como el cronómetro en la cadena de producción. En los últimos años, distintos conflictos sindicales en el sector han sacado a la luz esta realidad. Huelgas en mataderos como el de Binéfar, denuncias por cesión ilegal de trabajadoras, incumplimientos sistemáticos de convenios colectivos y protestas contra el uso de falsas cooperativas han mostrado hasta qué punto la rentabilidad del sector se sostiene sobre la erosión de derechos laborales básicos. En muchos casos, quienes han dado el paso de organizarse y denunciar abusos han sido precisamente trabajadoras migrantes, asumiendo riesgos que van mucho más allá de la pérdida del empleo. Estos conflictos rara vez ocupan un lugar central en el relato mediático, y mucho menos durante la campaña navideña. La imagen de abundancia y normalidad necesita ocultar las tensiones que atraviesan los centros de trabajo. La violencia laboral, como la violencia especista, requiere silencio para funcionar. No es una coincidencia. El sistema especista se basa en la cosificación radical de los animales no humanos, en su reducción a materia prima disponible. Esa misma lógica se extiende, con distintas intensidades, a las trabajadoras humanas, cuyos cuerpos son tratados como recursos reemplazables, ajustables a la demanda y prescindibles cuando dejan de ser rentables. La frontera moral que separa unas vidas de otras se construye para justificar la explotación en todos los niveles. La familia como espacio de disciplina La familia ocupa un lugar central en la arquitectura ideológica de la Navidad. No como refugio neutral de afectos, sino como una institución profundamente política, encargada de reproducir normas, jerarquías y silencios funcionales al sistema. La escena es conocida: la mesa compartida, la obligación de reunirse, el mandato de estar bien. Bajo esa apariencia de calidez se despliega un potente dispositivo de control social. La Navidad reactiva una idea muy concreta de familia: cohesionada, estable, jerárquica, atravesada por roles de género bien definidos y por una fuerte exigencia de armonía. En ese marco, el conflicto no desaparece, sino que se vuelve ilegítimo. Cuestionar la tradición, señalar violencias o incomodar el ritual se interpreta como una agresión personal, como una falta de respeto, como una ruptura del pacto familiar. Esta exigencia de armonía no es inocente. Funciona como una pedagogía de la obediencia que entrena en la aceptación de la desigualdad y en la gestión privada de conflictos que tienen raíces estructurales. La familia absorbe tensiones sociales que el sistema no quiere resolver, y las transforma en problemas emocionales, en desacuerdos personales, en silencios incómodos que deben resolverse puertas adentro. Chantaje emocional y silenciamiento Pocas escenas ilustran mejor esta lógica que la mesa navideña. Allí se condensa una pedagogía del silencio que se repite año tras año. «No es el momento», «tengamos la fiesta en paz», «no estropees la cena». Frases aparentemente inocentes que funcionan como mecanismos de disciplinamiento. El consumo de animales se vuelve así prácticamente incuestionable. No porque exista un consenso ético real, sino porque el coste emocional de romper la norma es demasiado alto. La crítica al especismo se presenta como una excentricidad, como una manía individualista, que pone en peligro la armonía colectiva. El sistema se protege apelando al afecto. Este chantaje no opera solo sobre quienes deciden no consumir productos de origen animal. Afecta a cualquier intento de politizar la celebración, de señalar la explotación laboral, la violencia racializada, los roles de género o la devastación climática que sostienen la fiesta. La familia actúa como amortiguador del conflicto social, desplazándolo del terreno político al emocional. Tradición, roles y trabajo invisible La centralidad de la familia en Navidad permite descargar una enorme cantidad de trabajo no remunerado, especialmente sobre las mujeres. La preparación de las comidas, la organización del encuentro, el cuidado de mayores y menores, la gestión emocional del grupo. Todo ello se naturaliza como expresión de amor y entrega. La carne ocupa un lugar simbólico clave en este reparto de roles. Cocinarla, servirla y celebrarla forma parte del guion. Cuestionarla implica también cuestionar expectativas de género profundamente arraigadas. No es extraño que las resistencias sean tan intensas. La Navidad refuerza así una división sexual del trabajo que sostiene tanto la institución familiar como el sistema económico en su conjunto. El especismo se inserta en esta trama como una pieza más, legitimado por la tradición y protegido por el afecto. Del silencio a la acción colectiva Romper el silencio en estos espacios no es un gesto individual ni anecdótico. Es una práctica política que cobra sentido cuando se hace en común. Nombrar la violencia animal, señalar la precariedad laboral y cuestionar la institución familiar como dispositivo de control no busca destruir los vínculos, sino liberarlos de la obediencia que los asfixia. En los últimos años, el movimiento antiespecista ha demostrado hasta qué punto romper con la normalidad tiene un coste político. La represión institucional contra activistas y colectivos que han señalado la violencia estructural del sistema alimentario —desde Futuro Vegetal en nuestro Estado hasta Animal Rising o Riposte Alimentaire en otros territorios— muestra que el problema no es el tono, sino el contenido de la crítica. Cuando la explotación se nombra y se confronta, el sistema responde con criminalización, multas, procesos judiciales y campañas de descrédito. Esta represión no busca solo castigar a quienes protestan, sino enviar un mensaje disciplinador al conjunto de la sociedad: hay conflictos que no deben politizarse, violencias que no deben señalarse, celebraciones que no deben cuestionarse. La Navidad es uno de esos espacios blindados simbólicamente, donde la crítica se presenta como una amenaza al orden y a la convivencia. Frente a esto, polarizar no es un problema: es una necesidad. Romper el pacto de silencio, incomodar las fiestas y politizar lo que se nos ha vendido como natural y apolítico es una condición imprescindible para transformar el modelo social que padecemos. La acción colectiva permite sostener ese conflicto sin quedar aisladas, convertir la incomodidad en fuerza y disputar el sentido mismo de la celebración. La Navidad, tal y como hoy se celebra, necesita familias que callen, trabajadoras invisibles y animales convertidos en mercancía. Imaginar otra cosa exige atreverse a hablar, a organizarse y a actuar juntas. Porque solo rompiendo la normalidad que legitima la violencia podremos empezar a construir un mundo mejor, en el que ninguna fiesta se sostenga sobre el sufrimiento de otras. Frente a un sistema que necesita fiestas despolitizadas, familias disciplinadas y cuerpos explotados para sostenerse, romper el silencio y actuar juntas no es una provocación, sino una responsabilidad colectiva. Polarizar la Navidad, incomodar lo que se presenta como normal y sostener el conflicto de forma organizada es una forma de cuidado radical frente a un modelo que se alimenta del sufrimiento. Porque solo cuando la violencia deja de ser invisible empieza a ser políticamente insostenible.