Manuel Irujo. Goian bego

El solsticio de invierno con su noche más larga y su día más corto pasó en aquel año de 1980 y en su última hora y en la primera del año que nos llegaba, Manuel Irujo se nos fue. Se apagó la voz que resonó en los tiempos de la restauración democrática. El silencio se hizo denso y el  doctor Gerendiain nos fue relatando su final conteniendo el amargor del dolor familiar para dar el proceso médico. Pello Irujo y yo conteníamos el aliento, contuvimos las lágrimas y Pello entendió que en esa hora del duelo debíamos actuar para que el león de Nabarra se le rindiera un funeral digno de una venida dedicada a la democracia, a la lucha por los derechos y valores humanos, a la consecuencia de encaminar sus pasos por el camino de su doctrina. No solo había sido tal como declaró siempre, el precio del estatuto, en el trueque que realizó República, sino en el quehacer de lavar su cara ante Europa, promocionando la salvación a miles de personas de una muerte segura, organizando una red de escapatoria de la Madrid asediada a fronteras más seguras. Pero, después de 40 años de exilio donde ejerció de asesor jurídico del gobierno vasco en exilio, Irujo regresó a Nabarra con cinco libros publicados sobre su historia y más de mil artículos y otros escritos, donde no solo asentaba su conducta por la paz y el diálogo, sino por la memoria de un pueblo agredido y que una vez conformó el reino de Nabarra, admirable en su tiempo por sus leyes. Fue Shakespeare el que escribió que Nabarra sería la maravilla del mundo.