«Hizo lo que le dio la gana»

Estoy cansado de encontrar esta afirmación usada como el mayor elogio que puede hacerse de la vida de alguien. Estos días se repite con motivo de la muerte de Brigitte Bardot , pero la escuchamos con frecuencia referida tanto a vivos como a muertos. Se repitió hasta el exceso con motivo de la muerte de David Bowie, se ha escuchado sin cesar a raíz del último trabajo de Rosalía a la que se alaba precisamente por poder hacer «lo que le da la gana» y se escucha, en fin, cada vez que alguien consigue situarse por encima o al margen de todos los condicionamientos sociales, culturales, modas o imperativos éticos y morales de la clase que sean. Si buscamos las raíces de este «hacer lo que nos dé la gana» como el objetivo supremo de una vida humana las encontraremos sin duda en el incipiente liberalismo apuntado por John Locke en el XVII, en la Ilustración del dieciocho y su culto a la emancipación y la autonomía así como a la libertad entendida en su sentido negativo, como ausencia de coacción, en las filosofías de la voluntad muy especialmente la voluntad de poder nietzscheana y en las revoluciones culturales de la década prodigiosa en el siglo XX. Por resumirlo todo en un sólo concepto, se trata de la consagración y divinización de la adolescencia operada a lo largo de toda la Modernidad. Es precisamente la adolescencia el momento vital en el que el sujeto «se emancipa», rompe con los marcos de autoridad de su infancia, busca su autonomía, poder guiar su acción únicamente por su santa voluntad y, en última instancia, «poder hacer lo que le dé la gana». Y esto se ha convertido en el dogma supremo de nuestra época hasta el punto de que toda la acción política se basa en poder mantener a la sociedad entera en el funesto engaño de que los derechos y libertades individuales que los partidos políticos de todo pelaje se comprometen a garantizarnos se fundamentan en última instancia en que todos podamos llegar a hacer lo que nos dé la gana. Esto no es más que una infantilización deliberada de la sociedad, un mantenerla en un estado de adolescencia permanente y una alienación que impide a los individuos acceder a su verdadera realidad, que no es otra que la del límite. El objetivo de una vida humana no podrá ser jamás hacer «lo que nos dé la gana» por la sencilla razón de que esto es imposible. En un momento en el que se niega incluso la existencia del límite bajo la abyecta ficción de que sólo está en nuestra mente -no limits-, se hace más necesario que nunca devolver al ser humano a su verdadera y auténtica naturaleza, como ser dependiente, indigente, necesitado y vulnerable, lo cual le sitúa también como sujeto no sólo de derechos, sino también de responsabilidades. Ni las personas podemos vivir aspirando únicamente a hacer lo que nos de la gana, ni la voluntad humana es todopoderosa, ni siquiera somos los soberanos de nuestra propia vida, por más que nos empeñemos. Tras la adolescencia debe llegar necesariamente la madurez. Debe llegar el realismo de aceptar que lo que nos corresponde, como muy bien puso de manifiesto el existencialismo, es hacernos cargo de nuestra vida como una tarea que estamos obligados a realizar, que implica esfuerzos, obstáculos, elecciones y decisiones y que no corresponde a ningún poder público realizar en nuestro lugar. La ficción de la inexistencia de los límites y de poder vivir siendo y haciendo lo que nos dé la gana salta por los aires ante la presencia ineludible de los límites: la muerte, la enfermedad, la vejez y por encima de todo, los otros. Sólo la apertura y la acogida de todo ello permite una vida adulta, realista, verdadera y auténtica. Lo demás son patrañas, y patrañas terriblemente nocivas . Menos sueños y menos utopías, que los sueños devienen muchas veces en pesadillas.