Cela, en su proverbial afán provocador, decía en una entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en los primeros 70 que lo importante eran las cosas. Consideraba que eran los objetos, a diferencia de las personas, los que guardaban el tiempo y las esencias, y que por ello merecían especial afecto y cuidado. Exageraba, como siempre, pero no le faltaba algo de razón. El valor que otorgamos a las cosas dice mucho de nosotros. Habla de todos nuestros ayeres. Habla de nostalgia por un tiempo ya pasado en que creímos ser felices rodeados de ellas. Habla de recuerdos que el objeto nos trae con potencia e inmediatez, ayudándonos a conservarlos vivos en la memoria. Habla quizá de una persona que ya no está, y a la que quisimos –mi abuela conservaba el reloj que su hermano le dejó, en fatídico legado, cuando se lo llevaron de casa para fusilarlo en aquel verano del 36-. Las cosas son, en consecuencia, importantes en la medida en que encierran sentimientos y emociones. Lo material -a diferencia del materialismo, una pulsión del momento- sólo nos define pasado el tiempo. Sólo la pátina tiene poesía. Así, hay objetos que trascienden lo subjetivo y que son capaces, por sí solos, icónicos, de encapsular una etapa de la historia, un siglo entero con todos los acontecimientos que trajo consigo. La primera cámara Leica se presentó hoy hace cien años. Su objetivo, esos 35mm por los que se puede ver el mundo, capturó el siglo XX, el de la propaganda, la velocidad, la destrucción y la reconstrucción. Con la Leica se popularizó el fotoperiodismo, y con ella, la fea actualidad -el miliciano de Capa abatido en Cerro Muriano- se elevó a la categoría de arte. Para los que nos gusta la fotografía, esa cámara analógica es un fetiche, un cromado objeto de deseo. Cuando uno la tiene en sus manos, se cree Cartier-Bresson dando pequeños brincos por París para captar ese «instante decisivo» del que siempre hablaba, esa geometría en la composición que hace que una imagen explique una historia, y que un segundo se convierta en algo universal. Aunque no fue la primera cámara pequeña, la Leica fue la primera que permitió hacer fotos sin aislarnos del entorno. Ha sido un relicario moderno capaz de ir más allá de las palabras y de ser testigo de los grandes acontecimientos del veinte. La industria alemana creó sofisticados artefactos para destruir el mundo, y también esta cajita de metal que hoy es objeto de culto -y de lujo-, para salvar esa destrucción del olvido. Cuando todo parecía destinado a desaparecer, la imagen se convirtió en un acto de resistencia. Por esos 35mm han desfilado soldados que luego caerían en el frente, han emergido imperios llamados a durar mil años y que no vieron quince, ha resurgido un continente de sus cenizas, han asomado unas piernas bajo una minifalda, y se han hecho revoluciones de las flores contra los tanques. A través de ella y de los fotógrafos que la dispararon hemos conocido verdades que los gobiernos se empeñaron en ocultar en grandes mentiras, empastando en la memoria colectiva aquello que, de otro modo, sólo hubiera quedado en el testimonio mudo de los muertos. La Leica fue la herramienta principal durante un siglo en el que creíamos que la imagen, por imperfecta que fuera, decía la verdad. Hoy, en cambio, es la imagen digital e impoluta lo primero que se pone en duda, y se requiere un comité de expertos para dar fe, como cambistas mirando a trasluz un billete de cien dólares, de que no nos están dando gato por liebre. Y a esto le llaman progreso.