En las últimas semanas, la imagen idílica de los macrofestivales a nivel estatal ha empezado a resquebrajarse. Por un lado, la presión social ha llevado a varios ayuntamientos y promotoras a tomar distancia de eventos vinculados al fondo KKR , accionista mayoritario de Superstruct Entertainment, acusado de financiar empresas de armamento implicadas en la masacre que el Estado de Israel está cometiendo en Gaza. Por otro, se hicieron públicas informaciones de que el Viña Rock había contratado supuestametne a personal relacionado en el pasado con Desokupa, un grupo con historial de violencia y acoso a familias vulnerables. Pero lo verdaderamente preocupante es que estos no son incidentes aislados ni errores puntuales. Son solo la superficie de un modelo de festival que conlleva impactos negativos mucho más profundos. Uno de los más ignorados –y a menudo invisibilizados– es el que sufren los animales salvajes que habitan en las zonas donde se celebran estos eventos. Porque, aunque no tengan entrada ni escenario, también acaban pagando el precio del festival. Cada vez que se levanta un escenario y los decibelios sacuden los árboles o las dunas, hay individuos no humanos que huyen, se estresan o, directamente, mueren. Y es que los festivales al aire libre generan niveles extremos de contaminación acústica. En Reino Unido, un estudio mostró que el simple hecho de reproducir música estruendosa reducía casi a la mitad la actividad de ciertos murciélagos. En Almería, durante el Festival Alamar celebrado en 2024, varias gacelas mohor y arruís saharauis en cautividad murieron: entraron en un estado de agitación extrema, colapsaron y fallecieron por el estrés. Y no, no es una exageración. En Florida, durante el Ultra Music Festival, se registraron niveles de ruido que dispararon el cortisol –la hormona del estrés– en peces hasta valores comparables a una persecución mortal. También los insectos lo notan: en el Festival de Ortigueira, informes técnicos advierten que el ruido altera gravemente espacios habitados por mariposas nocturnas, grillos, escarabajos y ciervos volantes, dificultando su desplazamiento, su comunicación y su capacidad para sobrevivir. El ruido no es inocuo. Interrumpe cantos, anula alarmas, descompone ritmos vitales y empuja a muchos animales al límite. Pagan un coste enorme para que disfrutemos. Y eso solo por el sonido. Cuando llegan las luces, la cosa no mejora. La contaminación lumínica es otro golpe, más silencioso si cabe. Las luces intensas desorientan a animales nocturnos y migratorios: muchas aves abandonan sus nidos presas del pánico, o las tortugas neonatas se alejan del mar, confundidas por la iluminación artificial. A esto se suman los fuegos artificiales, frecuentes en muchos festivales. Agravan el caos con explosiones súbitas y destellos violentos. En algunos eventos veraniegos, especialmente cerca de humedales o zonas costeras, se ha documentado cómo individuos de especies como los cormoranes huyen despavoridas y abandonan sus nidadas tras las detonaciones. Y el impacto no termina con el último aplauso: los fuegos no solo asustan, también liberan metales pesados que se acumulan en suelos y aguas. El problema no se esfuma cuando se apagan las luces. Permanece durante semanas. La infraestructura tampoco es inocente. Para montar un festival hay que allanar, vallar, abrir caminos, talar, compactar. En 2022, el festival MEO, en la costa portuguesa, arrasó más de 18.000 m² de vegetación dunar: más de un tercio de la zona. Esa pérdida de espacios habitados no se repara en dos días. Deja huellas duraderas: el suelo se vuelve más frágil, la vegetación tarda en regenerarse y los refugios, rutas habituales y fuentes de alimento de quienes viven allí desaparecen o se deterioran. Y aún hay más. A ese impacto físico se suma la presión de las multitudes: miles de personas acampando, caminando sin control, cruzando senderos improvisados, usando linternas y generando ruido constante. Cada pisada compacta el terreno un poco más. Cada presencia prolongada empuja a numerosos animales a huir. Muchos ya no regresan, puesto que su espacio ha dejado de ser habitable. Y después queda la basura: colillas, latas, plásticos, restos de comida. En 2022, más de 800 festivales generaron unas 700 toneladas de residuos. Buena parte acabó en ríos, playas y suelos, afectando a peces, insectos y aves. Solo en 2024 se celebraron más de 1.000 festivales a nivel estatal. La huella que eso deja no es precisamente efímera. Frente a todo esto, existen herramientas legales que podrían detener esta rueda. La Ley estatal de Bienestar Animal, en vigor desde 2023, prohíbe expresamente los espectáculos que generen angustia, dolor o sufrimiento a animales domesticados o en cautividad. Aunque esta ley no se ha aplicado directamente a animales silvestres en libertad, su espíritu es claro: evitar que la diversión humana se construya sobre el sufrimiento de otros individuos. Hasta ahora se ha utilizado sobre todo en actividades de entretenimiento –como circos o ferias–, pero marca una dirección política y normativa que podría extenderse a contextos de impacto indirecto, como los macroeventos celebrados en entornos naturales. Si un festival provoca que individuos no humanos huyan, colapsen o mueran como consecuencia del mismo, no se trata solo de un daño colateral: es un impacto evitable y, por tanto, potencialmente sancionable. En estos casos, también entran en juego otras normas con fuerza legal plena, como la Ley 42/2007 del Patrimonio Natural y la Biodiversidad, que obliga a proteger los espacios habitados por individuos de especies protegidas o sensibles, y a evitar alteraciones que afecten a sus lugares de cría, descanso o paso. A su vez, las directivas europeas que regulan la Red Natura 2000 prohíben expresamente cualquier intervención que modifique de forma significativa estos entornos. A esto se suman los compromisos internacionales asumidos por el Gobierno en el marco de la Agenda 2030, que incluyen la responsabilidad de no seguir dañando a los animales ni los espacios que habitan para sostener privilegios humanos. Desde esta perspectiva, permitir festivales en dunas costeras, zonas de cría o humedales vulnerables no solo es irresponsable, sino también posiblemente ilegal. Las administraciones locales y autonómicas tienen margen real de actuación: pueden establecer zonas de exclusión, limitar aforos y horarios, prohibir pirotecnia y luces invasivas, o exigir evaluaciones de impacto ambiental –incluso en eventos temporales– como condición para autorizar su celebración. En definitiva, estas herramientas legales ya existen y están al alcance de las instituciones. Solo hace falta voluntad política para aplicarlas con firmeza. No se trata de acabar con la música ni con la celebración colectiva. Se trata de entender que compartir un territorio implica considerar a todos quienes lo habitan. Un festival puede ser disfrute para miles, pero también sufrimiento –y muerte– para muchos más animales salvajes. Seres que sienten, con intereses propios. Por ello, la cultura no puede construirse sobre el sufrimiento de los más vulnerables, sean humanos o no. Porque, si bailar nos cuesta vidas…, tal vez sea hora de parar la música y escuchar lo que nos rodea.