Escribo esto desde París, con la lluvia de julio acariciando suavemente mis mejillas. Como si se disculpara por el dolor que siento. Como si pudiera sentir lo frágil que me siento después de haber dejado todo mi mundo para perseguir mi sueño. Los días previos a la evacuación fueron los más sangrientos que jamás hayamos visto . El cielo ardía con más fuerza. La tierra se agrietaba más profundamente. El número de bombardeos, órdenes de evacuación y masacres superó todo lo que se puede contar. El consulado francés dijo que era hora de evacuar, no porque fuera seguro, sino porque Israel finalmente había dado la autorización, y nos trasladaron a Deir al-Balah para esperar la salida. No dormí. Observaba a mi familia respirar, memorizando las voces de los míos como si fueran a desaparecer. Porque iban a desaparecer. Salí de Gaza solo con lo puesto, mi documento de identidad y el dolor insoportable de saber que mi madre y mi hermana pequeña, todo mi mundo, se quedarían atrás, en una guerra diseñada para borrar nuestra existencia. Las conversaciones sobre un alto el fuego inminente y las grandes esperanzas de poner fin a esta guerra me tranquilizaron un poco, pero hoy esas mentiras se han congelado. Es un espectáculo recurrente, y cada vez caemos en la trampa. No porque seamos idiotas, sino porque estamos desesperados. El consulado francés nos dijo unos días antes: “Prepárense, si todavía quieren irse”. Para continuar mis estudios, me admitieron en la EHESS (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales) de París para estudiar ciencias políticas. ¿Cómo se pueden meter los recuerdos en una mochila que no puedes llevar? La noche antes de partir intenté memorizar las pestañas de mi hermana. Dormí entre ella y mi madre, las tres abrazadas como si fuera la última vez. Una gran parte de mí y de ellas quería negarlo con todas sus fuerzas. Mi hermana estaba en silencio. Demasiado silencio. Ese tipo de silencio aterrador de los niños cuando saben más de lo que tú quieres que sepan . Solo me miró y me abrazó aún más fuerte. Y esa mirada me acompañará más tiempo que esta guerra. En cuanto a mi madre, no tengo fuerzas para escribirlo: no puedo olvidar su mirada y cómo lloraba con todo su corazón mientras me empujaba fuera de la habitación para que me fuera. Me fui como una ladrona, no robando, sino dejando atrás todo lo que amaba. Esperamos en Deir al-Balah, donde nos obligaron a evacuar el lugar; nos dijeron que el sur era más seguro. En el punto de encuentro acordado por el consulado, nos reunimos con otras personas elegidas por compasión. Éramos treinta, quizá más. Cada uno de nosotros lleva consigo historias que nunca terminaremos de escribir. Subimos a los autobuses como fantasmas con cuerpos, todos con los ojos llorosos, hinchados por la falta de sueño, unos más tristes y confusos que otros. Me senté junto a la ventanilla y me obligué a mirar, a presenciar la muerte de lo que era mi hogar, Rafah. O lo que era Rafah. Todo había desaparecido. Aplastado en una arquitectura de silencio. Huesos de hormigón. Ropa quemada. Incluso los pájaros volaban más bajo, como si estuvieran de luto. No tengo palabras para describir la magnitud de la destrucción —y mi desconocimiento de la misma— en la carretera que conduce a la frontera de Kerem Shalom-Abu Salem. No podía creer lo que veían mis ojos, parecía una película sobre el fin del mundo, pero no era así. Luego pasamos junto a los camiones, los camiones de ayuda humanitaria. Alineados como accesorios en la escena de un crimen. Había decenas, llenos de comida, de harina, de agua. Aparcados a pocos metros del cadáver de Gaza, nunca se les permitió entrar. El pan se pudre mientras los niños en las tiendas hierven hierba para la cena. ¿Cómo se llama esto, si no es un crimen de guerra? No es un asedio. Es el hambre como política exterior . Es el asesinato por burocracia, firmado en Washington, aplicado en Tel Aviv y presenciado por Europa . Llegamos al puesto de control. Después de comprobar nuestras identidades, los soldados israelíes nos esperaron con los fusiles en la mano, como si fuéramos nosotros la amenaza y no las víctimas. Nos dijeron: “No se lleven nada”. Ni ordenadores portátiles. Ni libros. Ni siquiera me permitieron llevar el cuaderno de poemas que había escrito durante la guerra, el que mi hermana me había regalado por mi cumpleaños. Al parecer, las palabras son demasiado peligrosas para el ocupante. Nos registraron como si lleváramos bombas; sin pena. Nos tocaron la espalda, nos revisaron los calcetines, nos miraron a los ojos. Un soldado, si es que se puede llamar así a un criminal, miró a un estudiante que viajaba con nosotros y empezó a interrogarlo sobre dónde vivía y a quién conocía. El personal del consulado volvió a comprobar nuestros nombres y fue muy amable y cordial. Nos dieron comida y nos informaron de que el equipo de la embajada francesa nos esperaría a nuestra llegada a Jordania. En el autobús hacia Jordania, nadie hablaba. Pero la tristeza tiene su propio lenguaje. Nuestro silencio era un himno . Un canto fúnebre por las familias que habíamos dejado atrás. Por los niños a los que quizá nunca volveríamos a ver. Por la verdad que se nos prohibía llevar. Dos asientos detrás de mí, una chica me susurraba. No me preguntó mi nombre. Yo nunca le pregunté el suyo, pero ella dijo: “Mi padre se ha quedado. Dijo que prefería morir en su casa que en una tienda de campaña. Mi hermano pequeño tiene 5 años, le dije que le traería chocolate de Francia, y él sonrió. No sabe que quizá sea un adiós para siempre”. Se bajó las mangas, miró al suelo y murmuró: “Siento como si hubiera dejado mi alma bajo los escombros. Y ahora tengo miedo de que alguien la pise”. Pero hay una frase que aún hoy me persigue. Me dijo: “Estoy convencida de que volveré y le explicaré el viaje a mi madre, y ella me dirá: ¡Hola, hija mía, qué tarde has llegado! “ Sin llantos. Sin sollozos. Solo silencio, un silencio tan denso que nos oprimía los pulmones . Al igual que yo, esa chica está ahora en algún lugar de Francia. Comiendo pan. Estudiando francés, derecho u otra ciencia. Pero una parte de ella, una parte de todos nosotros, sigue en Gaza, gritando detrás de un muro derruido que nadie consigue derribar. Atravesamos los territorios palestinos ocupados. Cuatro horas por una tierra que nunca había visto. Porque somos de Gaza. Nunca hemos visto nuestra propia tierra. El resto de Palestina siempre nos ha estado prohibido. Y, sin embargo, allí estaba: montañas, viñedos, colinas cubiertas de olivos. El mar Muerto y, por fin, los balnearios. Hoteles de cinco estrellas, europeos tomando el sol en bikini mientras a treinta kilómetros de allí hay niños cobijados en una tienda de campaña. Es el cruel escenario de la ocupación: genocidio en el Mediterráneo, cócteles en el mar Muerto. Nos alojaron en un hotel de Amán, el InterContinental Jordan , un hotel magnífico, cuyos gastos corrieron a cargo Francia. Había todo lo que se podía necesitar, pero nunca lo que se quería. Pasamos allí dos noches, desde el miércoles 9 hasta la madrugada del viernes 11 de julio. Fueron dos días enteros de silencio y soledad en habitación de hotel muy lujosa. Nos llevaron del hotel al aeropuerto, con mucha espera y controles, para finalmente embarcarnos en un vuelo a París. Era la primera vez que subía a un avión . Estuve muy mareada, pero al mismo tiempo maravillada por la inmensidad del mundo. Y por cómo un pedazo minúsculo de tierra había permitido que el mundo entero despertara y comprendiera lo equivocado que estaba. Aterrizamos en el aeropuerto Charles-de-Gaulle. Nos controlaron de nuevo y nos dieron un visado de estudiante. Mis grandes amigos me esperaban con las flores más bonitas y un cálido abrazo. Ahora estoy en París. A salvo. Duermo en una cama cálida y muy cómoda. Y cada noche, miro al techo y me pregunto: ¿Les he traicionado? ¿He abandonado a mi madre, a mi hermana, a mi pueblo? La culpabilidad me quema el estómago y me impide retener nada en el interior, ni comida ni lágrimas . Pero sé una cosa: no he dejado Gaza para olvidarla. La he dejado para vengarme con la lengua, con la política, con una memoria más viva que las balas. Me he ido para aprender el idioma de los tribunales que nunca nos salvaron. Para utilizar sus propias herramientas con el fin de grabar, una vez más, nuestro nombre en la historia. Ustedes , en sus embajadas, en sus redacciones y en sus estudios de televisión, oirán hablar de mí . No seré su historia de éxito, seré su espejo. Y no les gustará lo que vean en él . Me he ido de Gaza sin nada. Sin maletas. Sin libros. Sin regalos de despedida. Solo con rabia. Este texto ha sido traducido del inglés por Rachida El Azzouzi. Nour Elassy es periodista, escritora y poeta. La escritura, dice, la salva. Poco después del 7 de octubre, comenzó a escribir poemas que ha publicado, sobre todo en la red social Instagram . Ha estudiado literatura inglesa y francesa. Tiene 22 años, nació y creció en la Franja de Gaza, en el barrio de Al-Tofah, al noreste del territorio. Durante más de quince meses, Nour Elassy fue desplazada con su familia a Deir al-Balah, en la parte central de la Franja de Gaza. Regresó en febrero de 2025 al norte de Gaza, pero a principios de abril fue desplazada de nuevo con su familia. Se encontraba en la ciudad de Gaza cuando se enteró de que era una de las treinta y siete personas, entre las que se encontraba nuestro otro columnista, el periodista y traductor Ibrahim Badra, que las autoridades francesas iban a evacuar el 9 de julio del enclave palestino. Llegó a París el 11 de julio. Desde hacía meses se había puesto en marcha en Francia una campaña, impulsada en particular por el escritor palestino Karim Kattan y el redactor jefe de la revista The Funambulist, para que Nour Elassy fuera puesta a salvo de las bombas israelíes e ingresara en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de París para cursar un máster en Ciencias Políticas. Traducción de Miguel López