Juan Antonio Aragonés narra su debut en la 'Grande Boucle': jornadas maratonianas, el 'síndrome del impostor' y un descenso del Tourmalet en el que aparecieron las primeras dudas Hay una imagen del Tour de Francia que todos conocemos: la del helicóptero sobrevolando castillos, la de las multitudes agolpadas en las cunetas, la del pelotón multicolor devorando el asfalto. Y luego hay otra, una realidad invisible hecha de madrugones, planificación estratégica, tecnología GPS y una tensión que lo consume todo. En el corazón de esa maquinaria, viviendo todas las caras de la carrera más grande del mundo, se encuentra el comisario cordobés Juan Antonio Aragonés. En su debut en la ronda gala, ha descubierto que el Tour no es solo una cosa, sino todo a la vez: un sueño, una bestia logística, una prueba de fuego profesional y un desafío que te lleva al límite. Una 'quimera' hecha realidad Todo gran viaje empieza con un sueño, y el de Juan Antonio Aragonés con el Tour se remonta a su infancia. A esa pasión por el ciclismo que le inculcó su padre y que le llevó a competir como juvenil antes de que la vida le guiara por otros derroteros. Durante años, la idea de formar parte de la Grande Bouclé no era más que eso, un anhelo lejano. “Está siendo muy emocionante este reto que durante mucho tiempo fue solo una quimera inalcanzable”, confiesa desde Francia. La puerta se abrió gracias a la reactivación de un programa de intercambio de árbitros entre las federaciones de España, Francia e Italia, una oportunidad que la RFEC le brindó y que le ha colocado en el epicentro del ciclismo. Pero una cosa es soñar con llegar y otra, muy distinta, es aterrizar. El choque con la realidad ha sido formidable. “Aunque mi primera presencia en una Vuelta a España siempre estará en el recuerdo, el Tour es una carrera tan grande que hasta que no formas parte de ella no te das cuenta de la magnitud que tiene en todos los aspectos”, asegura. Es una sensación de inmensidad que lo abarca todo, desde la atención mediática hasta la devoción del público, y que, irremediablemente, empequeñece cualquier experiencia previa. Juan Antonio Aragonés, en el Tour de Francia La maquinaria invisible del Tour Para entender esa magnitud, hay que colarse en la trastienda. La jornada de un comisario no arranca con el pistoletazo de salida, sino casi de noche. “Los días aquí son largos, ya que llegamos a la zona de salida unas 3 horas antes del comienzo de la etapa”, detalla Aragonés. A eso, a menudo hay que sumarle entre 40 y 60 minutos de traslado desde el hotel. En ese tiempo, el jurado técnico celebra su propia reunión táctica. “Repasamos aspectos de la etapa anterior y planificamos el trabajo del día. Tenemos en cuenta muchos factores, al igual que hacen los equipos cuando diseñan sus estrategias”. No es una simple charla: es una sesión de estrategia donde se prevén los puntos calientes y se reparten las tareas. La tecnología es otra de las protagonistas ocultas. Lejos de la imagen clásica del árbitro con un silbato, el trabajo actual es digital. “Cuando concluye el paso de la caravana publicitaria, procedemos a chequear con las tablets las bicicletas que el comisario de material nos requiere”, explica. Y este año, la seguridad ha dado un paso más allá. “Como novedad, llevamos chaleco airbag para moto con posicionamiento GPS incluido”. Es la prueba de que en el Tour nada se deja al azar; cada pieza de la maquinaria está controlada y monitorizada. Juan Antonio Aragonés, en el Tour de Francia Arbitrar la carrera más rápida del mundo Una vez en marcha, la carrera es un organismo vivo que se mueve a una velocidad endiablada. “La evolución del ciclismo es muy notable en los últimos años y aquí apenas hay momento de respiro”, afirma Aragonés. No es una forma de hablar: “Ha habido una etapa con el segundo registro más rápido de velocidad media en la historia del Tour”. En medio de ese torbellino, su función desde la moto es crítica. Como comisario adjunto, debe auxiliar al presidente del jurado, y para ello se requiere un nivel de concentración absoluto. “Llega un momento en que la concentración es tal que ni oímos los gritos del público”. Es la burbuja del profesional, donde la fiesta de las cunetas desaparece para dejar paso únicamente a la información que emite Radio Tour y a las incidencias de la carrera. Su trabajo se vuelve crucial en los momentos de máxima tensión. Cuando se produce un ataque decisivo, su misión es garantizar la seguridad de los corredores. “Intentas gestionar que todo el tráfico delante de los ciclistas tome la distancia de seguridad necesaria para no interferir en su avance”, describe, “sobre todo cuando se aproxima un descenso o travesía de población, que es donde los ciclistas van más rápido que coches y motos trazando curvas, resaltos, rotondas, etc.”. En esa lucha contra la física, su criterio es fundamental. Juan Antonio Aragonés, en el Tour de Francia El factor humano: del orgullo al pánico Pero el Tour no solo pone a prueba la pericia profesional; también golpea el espíritu. La exposición constante y la grandeza del evento dejan huella. “Siento mucha emoción de ver a tanto público en todas partes, sobre todo en las primeras etapas y en la región de Normandía”, admite. Sin embargo, esa misma grandeza puede ser abrumadora. Con una sinceridad admirable, confiesa: “El síndrome del impostor ha venido a visitarme varias veces en estos días”. Es la duda humana que surge ante un escenario tan imponente. Y en ese torbellino de emociones, ha habido un momento en el que todo -el cansancio, la presión, el peligro- convergió en un instante de dudas. “Solo una vez se me ha pasado por la cabeza la frase que dio nombre al primer programa de Jordi Hurtado en TVE, 'Si lo sé, no vengo'”, rememora. El escenario no podía ser más icónico: “Y ha sido en el descenso del Tourmalet, que lo hice detrás del grupo de favoritos en unas condiciones meteorológicas difíciles de visibilidad y humedad”. Seas quien seas, el Tour siempre encuentra la forma de recordarte tus límites. Superado el ecuador de la carrera, Juan Antonio Aragonés sigue en el corazón de la bestia, siendo testigo y parte de ella. Ha pasado de soñar la “quimera” a gestionar su maquinaria, de sentir el orgullo a tocar el pánico. Y la prueba, lejos de terminar, afronta este jueves su capítulo más exigente. En la etapa reina de los Pirineos, su puesto asignado es la moto 2, pegado a los líderes en el momento en que la carrera se rompa. Allí, en el centro de la batalla por la gloria, el árbitro cordobés tendrá una de las butacas más privilegiadas y tensas del ciclismo mundial.